Reseña de Gerald K. Riggers

La sombra liberada


Me senté en el butacón de terciopelo verde y gastado que me recordaba los asientos de los trenes regionales de cuando era muy joven. La habitación que alquilé era más austera de lo que supuse al contratarla, pero siempre me he llevado bien con la austeridad, que se parece a una vieja amiga incómoda, de esas que te aprecias, aunque suelan ser irritantes si se lo proponen. Saqué mi libreta y mi bolígrafo y me puse a escribir. Debían de ser las once de la noche.

En aquel pueblo en el confín del valle todo me resultaba conocido de una forma extraña, ya que estaba completamente seguro de no haber estado jamás allí, pero, a la vez, algo me susurraba que sí había estado, y solo se me ocurría que mi padre debía de haberme llevado al Pont de la Vall Negra en alguna ocasión remota, siendo yo muy niño y cuando él andaba obsesionado por los relatos de la brujería del siglo XVII, algo que le duró poco tiempo para fortuna mía y de mi madre, muy cristiana y alérgica a las supercherías. Mi padre llegó a publicar un artículo discreto en el boletín de la agrupación excursionista del barrio, titulado algo así como “La quema de brujas en los Montes Rosados”. Como es evidente, su artículo no despertó ningún interés en ningún lado y a partir de ahí mi señor padre inauguró una nueva etapa de depresión, durante la cual llegó a comprarse una soga para ahorcarse. Nadie vio esa soga en mi casa, pero él sostuvo hasta el fin que esa compra sucedió. Lo sostuvo hasta que murió, víctima de un cáncer indómito a los casi noventa años, y tras someterse a los tratamientos más agresivos y novedosos, en los que dilapidó su escasa fortuna.

Tras su muerte, mi madre, mi hermano y yo vivimos en la pobreza y quizás por eso me amisté con la austeridad que ahora me acoge en este cuartucho en donde escribo. Mi esposa tardará unos días en llegar ya que no puede conciliar conmigo sus vacaciones. Debo sobrevivir solo durante estos días, no beber demasiado ni abandonarme al desasosiego. Debo concentrarme en escribir las reseñas de los libros que me encargó el editor, y debo empezar por “El soñador muerto”, de mi admirado Gerald K. Riggers, el autor que no citó nunca Stephen King y a quien insultó Paulo Coelho en una vieja entrevista para Radio Cochabamba. Pienso empezar mi reseña con esos dos datos, precisamente.

No habrán pasado más de quince minutos, cuando llaman a mi puerta. Es un hombrecito que no mide más de metro y medio, vestido con un gabán demasiado grande y con una cabezota esférica, provista de unas desagradables manchas verdosas en la frente despoblada. “Soy el conserje nocturno”, se presenta, “y solo quiero asegurarme de que todos los huéspedes están bien”. El tipejo da unos saltitos lastimosos para otear por encima de mi hombro y sonríe con una sonrisa nerviosa, de roedor feliz con muy poca cosa, aunque uno diría que está más emparentado con los batracios que con las ratas.

Le echo a empujones y cierro la puerta, indignado con esa intromisión lamentable y su excusa tan pueril. Vuelvo a mi butaca verde ajado, que me remite a las cortinas de terciopelo rojo de un prostíbulo en la Panonia y que apenas puedo recordar salvo por el rostro neblinoso de Hildegarda, la gitana que me echó las cartas del Tarot.

—Hay muchas muertes a tu alrededor —predijo ella, tras levantar un par de naipes.

Y yo me reí porque era joven en la Panonia y no sabía que todos tus conocidos y amigos y amantes morirán algún día, porque no me interesaba la muerte, y la muerte solo era un deseo vago para aquellos a quien odiaba. En aquel tiempo solo odiaba a mi padre, aunque ya estuviese muerto y colgado de una soga en el desván.

A la mañana siguiente, cuando todavía estoy dormitando en la butaca verde en donde he pasado la noche, aparece el inspector Hans Rojesko junto a dos agentes. Me acusa del asesinato de mi esposa Hildegarda, me maniata y me empuja hacia la calle. Soy incapaz de comprender, pero en realidad sí lo comprendo. En comisaría me muestran la cuerda color marfil que han hallado en mi maleta, cuyas marcas coinciden con las del cuello de Hildegarda. De nada les sirve que les muestre las laceraciones en mi cuello o que les asegure que el muerto soy yo y ella la asesina: ellos, a lo suyo. Incapaces de ver.