Polvorones de monja

Las horribles historias de Sileno

 

He vuelto a las andadas y me sienta bien. Por las mañanas salgo a caminar y me escapo de la ciudad por sus aledaños, cruzo el descampado que me separa de la vía del tren y me adentro entre los huertos de naranjos que, hacia el sur, me separan de Catarroja. Acelero el paso y redoblo el esfuerzo. Hay que superar la autopista de circunvalación y el cauce del río, saltar un par de acequias, trepar por los márgenes de un vertedero, huir de media docena de perros asilvestrados, saludar al ciego de la barraca y alcanzar las extremidades de Massanassa. Y eso antes de dar media vuelta y rehacer el camino. Que lo sepa todo el mundo: vuelvo al galope. El ciego de la barraca ni me huele al pasar. Ocho quilómetros de ida y otros tantos de vuelta, en menos de hora y media. Como alma que lleva el diablo. ¡Tendrían que verme resoplar al final de la excursión, los ojos inyectados en sangre, rojo de excitación y el chandal chorreando! Así conservo mi atractivo físico, algo que resulta indispensable para no naufragar con las señoras. El esfuerzo concluye con una ducha fría en pleno invierno y un masaje mentolado, aunque a veces el provecho llegue antes de la ducha.

Ayer mismo obtuve una satisfacción imprevista. Salí a trotar a las siete y media de la mañana y me fui hacia Paiporta por un camino de tierra que no conocía y que me llevó hasta el cauce seco de un río. Crucé un puentecillo de madera. Al otro lado del puente, cuatro cipreses, media docena de palmeras desmochadas y un oscuro edificio de piedra y mampostería venido a menos: paredes necesitadas de revoques, puertas y ventanas carcomidas, alero desvencijado. Me detuve ante lo que parecía un convento abandonado, entre huertos sin cultivar  y carteles que anunciaban una promoción urbanística irrealizable. De pronto, alguien me chistó desde una ventana:

—¡Eh, usted! ¡Usted! ¡El de la gorra! —la voz era femenina; el tono, amable— ¿No le apetecería un dulce? Aquí tenemos dulces de Navidad.

Me acerqué a la ventana y atendí a las palabras de lo que, en la penumbra de la casa, parecía una monja con hábito monástico y velo. 

—Tenemos rosquilletas del convento, mazapán de las hermanas, pellizquitos de monja, polvorones con ajonjolí, muslitos de superiora… todo preparado con almendras de nuestros almendros, azúcar de nuestros azucareros y huevos de nuestras hueveras, amasados por las delicadas manos de nuestras hermanas. Sepa usted que aquí somos hermanas de Santa Isabel de Hungría, en cuya tradición alentamos al peregrino y socorremos al necesitado… Por casualidad, ¿no será usted un peregrino o necesitará alivio? Me atrevo a preguntárselo por su aspecto enfebrecido y plagado de sudor…

La monja me ofreció unos polvorones a través de la ventana y me invitó a entrar en su madriguera para compartir algo de charla y un vasito de anís. Entré por una puerta lateral que daba a una especie de cocina, mal iluminada.

—Imaginará usted, y acertará, que aquí estamos muy solas —continuó la monja, que era una cuarentona ajamonada—, desde que nos prometieron el oro y el moro con esta urbanización inexistente estamos más solas que la una. Removieron el campo, borraron los caminos, y por aquí ya no pasa nadie al que importunar. Pero hoy, ha pasado usted —y la monja me sonrió insinuante—, ¡bebamos por este encuentro!

Sacó una botella de Marie Brizard de la alacena, sirvió un par de copas y me incitó a brindar por el curso de la vida y por los polvorones. Nos carcajeamos de la crisis económica y de las dificultades del gobierno para gobernar. Luego la monja se arrellanó en un catre y se alzó el hábito hasta mostrarme unos muslos regordetes y bien torneados, enfundados en medias negras. Yo no pude sino contemplar la situación con incredulidad desde el taburete en donde me había sentado.

—¿Y las otras hermanas? —me atreví a preguntar, temiéndome que, de improviso, entrase la superiora y sospechase lo que todavía no se había producido.

—Acabaron el laudes de las siete y media y están rezando la prima, así que nadie nos molestará hasta pasadas las diez —la monja hizo un mohín sinvergonzón y se sirvió otra copa de anís—. ¿Sabe usted que estoy tatuada? En el vientre, sí. ¿Quiere que se lo enseñe? Bueno, en realidad llevo dos tatuajes. El de arriba dice «Viva María y muera el pecado». Ya ve usted, una exhortación a la pureza… Y yo me pregunto, ¿a santo de qué? La mayoría de las hermanas somos viudas, como santa Isabel de Hungría, que se quedó sin marido muy joven, la pobrecita, vendió todas sus posesiones y se dedicó a socorrer a los necesitados… ¡Pureza, pureza…!

— En realidad yo estoy bastante necesitado —apunté con gesto tristón—. Cobro una pensión de mierda y no tengo perrito que me ladre —el anís y los polvorones me estaban haciendo efecto—. Con su permiso me comeré unas rosquilletas…

—¡Coma cuanto quiera! —me animó la monja—. Hoy no tenemos a ningún otro desvalido a quien atender.

Noté que la situación estaba perdiendo fuelle, así que rellené las copas e intervine de nuevo, con mi habitual habilidad:

—¿Y el otro tatuaje, también lo lleva en el vientre?, si me permite preguntar.

—¡Oh! El otro tatuaje es más antiguo… —sonrió relamiéndose los labios endulzados de anís—. Lo llevo más abajo, muy cerquita del monte de Venus, ¿se llama así, no? Me encantan los montes… y los escaladores. Es un tatuaje que me hice en Nueva York, en una época más disipada. ¿Quiere verlo?

Contra todo pronóstico, la monja se alzó el hábito y se aproximó a donde yo estaba.

La olí.

Bajo aquel sayal pardo de ruda estopa, lucía unas diminutas bragas de lencería.

—¿Sabe usted inglés? —me preguntó con voz insinuante— ¡Aquí pone «fuck me»! ¿Quiere saber lo que significa? —Entonces me hundió la cara entre sus piernas y dejó caer sobre mi cabeza el peso del hábito. En ese momento se apagó la luz.

(La imagen es un fragmento de un graffiti del Muro de Berlín)