Poeta de papelera

Las cuatro elementas

 

Le conocí hace años, bregando con su poesía a diestro y siniestro, con palabras que no encajan en ideas que se escapan. Por entonces andaba liado en el andurrial contracultural y suscrito a la revista La Fiera Literaria.

Trajinaba en su facultad, donde los alumnos pasaban sin pena ni gloria, impartiendo clases de Lengua a díscolos párvulos incapaces de administrar determinantes, posesivos, verbos y adjetivos. Escribía; en ello le iba la vida.

Un día, no hace mucho, en el fragor del alcohol y el ruido del garito en el que coincidíamos, me expresó su celo en algo que me dio que pensar y una profunda inquietud: por primera vez había sentido dolor en el cerebro. En el cerebro, no dolor de cabeza del que se cura con aspirina. Desarrollando un concepto de resolución literaria, el bloqueo cerebral, que le era bastante común, se había traducido en un punzante dolor interior, de origen impreciso e intensidad profunda. Nunca pensé en la posibilidad de que una idea, por endiablada que fuera, tuviera la facultad de producir dolor; siempre pensé que las ideas no duelen, aunque algunas escuezan (pero ese es otro tema). Tratando de averiguar qué idea era la detonante de esa explosión, le machaqué a preguntas tanto por curiosidad como en plan terapéutico. Si esa idea dolía, esquivarla era lo más prudente, pensé yo.

Al final, y no me hagáis mucho caso, pues si la expresión es difícil, la comprensión es imposible, la tesis en cuestión se resumía en un pequeño galimatías. Andrés, que así se llama mi ilustre amigo, pretendía, ¡ahí es nada!, “narrar a la inversa” o en “plano”.

Su planteamiento consistía en describir un episodio de forma intemporal, en el que el hecho, antecedente y conclusión no se expresaran en el orden “cronológico”, pues trataba de aunar, sin la correspondiente sucesión de acontecimientos, una descripción, algo así como la realización de un relato a la inversa, desde el desenlace al planteamiento, sin pasar por el nudo. Y todo junto.

Durante muchas noches, tomando las debidas prevenciones, fui intentando dirimir sus explicaciones imaginando cómo escribir de forma sencilla un hecho muy básico, aplicando el razonamiento de Andrés. Una cosa muy sencilla, una narración sin mucha enjundia y gráfica, muy narrable. Definí a un personaje que iba del punto A al B, intentando evitar A y B y esquivando el trasiego natural de un punto a otro.

Lógicamente, esto exigía alguna consideración, pues no podía variar el código ortográfico, aunque tenía que amañar el uso morfológico y darle un carácter raro, como sublimando la formalidad sintáctica. No conseguí grandes progresos. Tampoco detecté los síntomas del daño de mi amigo, después de varios intentos opté por dejar de intentarlo arrojado al día a día y las tonterías cotidianas, hasta casi olvidarme del asunto.

Ayer me encontré al hijo de Andrés y me comentó que su padre lleva una temporada en el psiquiátrico, prácticamente en estado vegetal. Le pregunté por la posibilidad de visitarlo, a lo que respondió que era inútil e inoportuno: no solo no conocía a nadie, las visitas le hacían inquietarse y los médicos lo habían desaconsejado

También me contó que estaba procediendo a la destrucción de todos los escritos de su padre, la dramática decisión la tomó a raíz de múltiples solicitudes de editoriales y agentes literarios con los que su padre, a lo largo de su vida, había tratado. Al parecer, cuando se fue extendiendo la noticia del padecer y encierro del poeta, la obra del enajenado Andrés había prendido un foco inusitado. Fuera del posible interés literario que en otro tiempo no levantó, ahora, el giro excéntrico sobre su salud mental había hecho que cazatalentos y trapicheros de la vida de artistas “muertos” recuperaran el apego por su obra. Una industria muy rentable y, a juzgar por los muchos ejemplos, muy eficaz en términos de fama y economía, para los mediadores.

No supe cómo reaccionar después del noqueo por la sucesión de información, el ingreso, el estado vegetal y la destrucción de la obra. Le solicité si podía darme, como recuerdo, un texto de su padre. Como si estuviera esperando mi solicitud, se metió la mano en la chaqueta y saco un pequeño papel con textos, algo más pequeño que una cuartilla: una hoja de libreta cuadriculada, manuscrita con un verso. Me despedí, agradecido y triste, deseándole ánimo y entereza, y mandando a su padre, aunque no lo apreciara, un sentido beso.

Quedé con el papelito en el bolsillo pensando en la situación de mi amigo Andrés, solo, perdido en la angustia de su mar interno, abandonado y mudo, y en su obra destruida, tirada a la papelera.

Nota:

Le he dado muchas vueltas a la edición del pequeño texto, casualmente un curioso ejemplo de “narrativa inversa”. Y he decido no hacerlo, he decidido guardarlo como amuleto, como recuerdo de mi amigo. No necesito editarlo para quererlo, y es todo lo que necesita, como mi amigo, este texto. Quererlo, mimarlo, leerlo.