¡Ah, si hubierais conocido a Pepe Ortega!
Qué individuo. Era o es, porque podría estar vivo, alguien que nunca podrás imaginar.
Enjuto, de fisonomía cuadrangular; mentón cuadrado, mandíbula plana pero prominente y unos ojos negros que escudriñaban lo que veían.
Natural de Baena, echaba en falta esa tierra suya. Y, a fe de Dios, que la pintaba. Pintor de cuadros, oleos a su aire con los que ni siquiera podía ganarse el pan al principio, discurría su día entre carabela y batallas de detalle puro por lo que le pagaban las copias a un precio que otro cualquiera hubiera querido para él. Podría considerársele casi falsificador, la capacidad la tenía.
Lucía un pelo limpio, tieso como una mala cosa, que le dejaba todavía más geométricamente anguloso el rostro. Guapo, lo que se dice guapo, no era; ahora bien, era un rostro de aquellos en los que uno se fija. Su cuerpo era muy masculino, a la antigua usanza.
Gustaba de probarlo todo; pero no quería hacerlo solo. Conmigo probó el hachís, pero no le gustó. Dijo que le daba dolor de cabeza. También probó LSD (ácido lisérgico) y a punto estuvo de tirarse por el balcón durante el trip. Debió estar mal acompañado. El hecho fue que una vez y no más. Por eso, quizá, se marchó al campo a vivir en un molino viejo abandonado. Sin energía eléctrica y, quizá también, sin agua corriente.
De vez en cuando alguien tenía noticias de él. Se veía con algunos amigos de la ciudad cuando a él le apetecía.
Comía de lo que cultivaba y cazaba. Era muy hábil con el arco. Conejos, perdices… Ya se sabe lo que da la naturaleza. Solo, sin nadie con quien hablar.
A veces lo visitaban los marchantes de arte. Le pedían que les mostrara sus pinturas y, especialmente, alguna que habían visto la vez anterior. O de la cual tenían referencias.
Pepe, Pepe Ortega, les decía: «Ah…, aquélla la he quemado en la lumbre, para calentarme».
Ortega quemaba sus cuadros irremisiblemente en el hogar. Un día uno, otro día otro, hasta que un día los quemó todos. Eso dijeron.
Los marchantes se desesperaban. Sus cuadros se cotizaban y hubieran podido ganar lo que no está escrito, Pepe y el marchante en cuestión.
Al final ninguno de los marchantes volvió a visitarle.
No le interesaba lo establecido. Cómo sobrevivía en este mundo económico, financiero, y cruel, a su juicio, nadie lo sabía.
Un día, el último en que pregunté por él, nadie supo darme razón.
Me arrepentí de no haber ido nunca a visitarle al molino.
Tengo un cuadro suyo del Castillo de Baena.
Nunca olvidaré su seguridad, esa seguridad de cómo debe vivirse la vida. Aunque al tiempo, esa inseguridad para con sus cuadros. Por eso me regaló el que tengo. Dijo que se lo guardara y así no lo modificaría. Al fin me lo regaló diciendo: «Ya que a ti te gusta, tuyo es, te lo regalo».