“La carretera serpenteaba…” ¿qué mierda de principio es ése? Si Carlos se atreviera a consultarle y si ella se dignara a desclavarse de su Smartphone y a conectarse a su mirada –con interés por responderle, no por mandarle a la mierda– seguramente le explicaría que no se empieza un relato con algo tan trillado como “la carretera serpenteaba”. Es cutre. Además, ¿tú no eres el reportero gráfico? Pues haz fotos y déjame en paz. Ya escribo yo. Eso le diría si él se atreviera a aproximarse y a ella le importara lo que tuviera que decirle.
Pero no le importaba. Y aquel trabajo tampoco.
La agencia les había enviado a cubrir lo de la anciana agredida y el asilo estaba muy lejos del Parlament, del histórico debate de investidura y de la gente –elegante o bien relacionada, incluso, a veces, ambas cosas– que mueve “de verdad” los hilos. Marina, con el encargo cumplido y de vuelta a sus intereses, tecleaba febril la pantalla de su teléfono, en una lucha encarnecida contra el infortunio que tanto la estaba alejando del momento y lugares adecuados para el despegue de su carrera. El cable de acero que engancha el astronauta a la nave nodriza no debe romperse, se decía, si no quieres verte desterrada a vagar por un espacio infinito repleto de estrellas sin nombre.
Navegando ella a años luz de aquella carretera, el mundo del fotógrafo bien podía desaguarse por el sumidero de las redes sociales.
De no tenerlo tan claro, Carlos le confesaría su nueva afición. Se trataba de un efímero ejercicio mental –jamás llegaba al papel– que consistía en recortar pequeños momentos del día y preguntarse: si me decidiera a narrar, por ejemplo,esta situación, ¿cómo lo haría?
Puestos a confesarse, tal vez añadiría que escribir sobre las imágenes que le conmovían –como la de una persona mayor licuándose en el abandono– le parecía más higiénico para su alma que retratarlos.
Llegados a este punto –y si le diera pie– seguramente ya se aflojaría y podría decirle lo que realmente le desasosegaba: a veces la cámara le daba miedo. O, mejor dicho, le daba miedo lo que veía a través de la cámara. Es más, lo de hoy tal vez había llegado demasiado lejos.
Y no lo decía por las fotos de los golpes. No, no. Podía, de hecho, lo hizo, acercarse a la vieja obviando el olor a amoniaco que desprendían sus arrugas; tomar, entre las suyas, la mano temblorosa de uñas abandonadas, y decirle, mientras le apartaba el pelo lacio de la frente: ¿me deja, bonita, que le haga una foto? Y retratarle el ojo amoratado, los arañazos en la mejilla, las laceraciones del cuello… Fotografiarla sin más, como si le estuviera haciendo el reportaje de su primera comunión.
Incluso cuando el director del centro dijo –respondiendo a las preguntas de Marina que no dejaba de mirar el reloj– “el médico opina que sí, que la violaron”, él no tuvo reparos en levantarle un poco el bajo de la bata y tomar fotos de allí donde las varices se habían roto en charcos azules.
No lo decía por eso, sino por lo que sucedió más tarde.
Fue mientras le pellizcaba delicadamente el mentón –como un galán de película antigua– y le separaba con el pulgar el labio hinchado para tomar una foto de los dientes mellados, cuando un aliento pútrido tomó la cámara como si hubiera esperado ansioso que llegara su turno. Cada clic-clic se mezclaba con las palabras, deliberadamente pretenciosas, del director del centro “…la policía sospecha de un celador, uno del turno de noche. El muy ruin ha huido, sin dejar rastro…” y clic-clic la cámara se abrió de piernas dejándose tomar por aquel aliento, clic-clic a cada foto Carlos se caía por el agujero oscuro del visor comunicado, inexplicablemente, con las pupilas de la vieja. Clic-clic, caía por ellas como por un pozo sin lágrimas. Clic-clic, el aliento ya se tornaba cada vez más elocuente, más posesivo, más invasor. Clic-clic la boca de la vieja, fotografiada por Carlos, olía a sangre, a morreo con la muerte tan amante de aquel sitio y que en aquella ocasión se había adelantado a la fecha prevista con el desparpajo de quien se cuela en una fiesta nefasta. Clic-clic, la parca se dejaba fotografiar como si estuvieran en un plató de televisión, con la coquetería de una puta pobre con pretensiones de estrella rica y vacua. Clic-clic, a cada parpadeo del diafragma las uñas de la vieja se agarraban, firmes y depredadoras, al brazo de Carlos como las de un halcón entrenado para la cetrería. Clic-clic, la credencial del celador, manchada de humores, asomaba por el bolsillo de la bata… Clic-clic, clic-clic, clic-clic la muerte abandonaba ya la vieja cáscara y se adentraba, flirteando con el objetivo, en su nuevo huésped: Carlos.
Y estaría allí, en su interior, agazapada. Esperando que Carlos continuara el relato que no sabía cómo empezar. Si se atreviera a explicárselo a Marina le diría que fuera o no un buen principio, mucho se temía que a ella le había llegado el final en aquella carretera que serpenteaba.