O Caboclo

Lengua de lagartija

 

Conocí a O Caboclo en Porto Alegre, Brasil, en 1959. Yo entonces tenía veintidós años. ¿Cuántos tendría O Caboclo? No lo sé, pero de seguro que pasaría de los cincuenta y cinco o los sesenta. Me encontraba en el bar Serafín, del barrio de Bomfin, sentado a una mesa con Gabriel Kadar, Joaô Silveira y El Filipino, que era brasileño de pura cepa y no creo que nunca hubiera estado en Filipinas, pero lo llamaban así quizá porque tenía los ojos ligeramente achinados, o vaya a saberse por qué. Jugábamos a los dados, y bebíamos cerveza Brahma, cachaça y caipirinha. Yo era el de la cerveza: entonces aún no tenía estómago para las bebidas fuertes.

Todos nosotros vivíamos del contrabando y del comercio de fruslerías: pañuelos de seda italianos, minúsculos aparatos de radio a transistores, recientemente inventados, de origen japonés, relojes de falsas marcas y perfumes franceses más falsos que el origen filipino de Filipino. ¿Y por qué estaba yo entre toda esa chusma?: porque por entonces era un chico de Buenos Aires que quería vivir aventuras y deseaba escapar de mi origen pequeño burgués.

Media hora antes de que apareciera O Caboclo llegó un tipo con aspecto de viajante de comercio y se sentó a una mesa en un extremo del local. Cinco minutos después llegó otro tipo: un negro con pinta de trabajador portuario, y se sentó a otra mesa en otro extremo; un rato más tarde vino otro sujeto con cara de nada y ocupó un nuevo puesto de observación. Al fin hizo su entrada O Caboclo y entonces todos entendimos que hacían allí los desconocidos que habían llegado antes. Siempre era así me dijeron, pero no en ese momento: O Caboclo se aseguraba la protección antes de ingresar en cualquier lugar público. Era uno de los hombres más buscados del Brasil, aunque, tan peligroso, que la policía, al parecer, prefería no encontrarlo.

Provenía del nordeste, de tierra de miseria y cangaçeiros. Un caboclo es allí un campesino pobre. Hacía tiempo que no estaba en activo, pero en su mejor época había tenido fama de vengador. Comentaban que había pasado las fronteras de la muerte; de las peores muertes, que nunca suelen ser la de uno, sino la de aquellos a quienes más se quiere. Al Caboclo no se le podía asustar con la muerte, se decía. En sus primeros tiempos en el cangaço solía andar con machete al cinto y una carabina máuser. Pero ya no parecía portar armas. Claro que nunca se sabía. Una vez había llegado un circo a un pueblo del sertao y, después de la primera función, O Caboclo secuestró al mago y al malabarista; les obligó a enseñarles sus artes y al final les dejó libres no sin antes pagarles con buen dinero. Desde entonces cargaba sólo un par de pequeñas pistolas, cada una de cinco tiros. Del mago aprendió a ocultarlas con tanta pericia que nadie podía hallarlas; el malabarista le enseñó a extraerlas con extraordinaria rapidez de algún lugar de su cuerpo, entre las ropas. El arte de disparar lo había aprendido por sí mismo o le venía de nacimiento. El hecho es que, si sacaba las pistolas, era casi seguro que habría diez muertes. Pero  lo dicho: nunca se sabía si las llevaba consigo, y no había policía dispuesto a averiguarlo. Si todo esto que digo se correspondía con lo que llaman realidad o pertenecía a una leyenda que los demás habían fabricado, no lo sé.

Como dije: yo entonces tenía sólo veintidós años. Ignoro si mi poca edad justifica mi audacia de entonces; el caso es que sin decir nada me levanté de mi silla y me acerqué a O Caboclo. Era una acción sin precedentes y mis compañeros de mesa supusieron que ocurriría algo grave. Me acerqué a O Caboclo con mi discurso ya preparado y le dije de un tirón, para que no se me quebrara la voz, que, por si acaso yo llegaba a viejo, quería poder contar que una vez le había estrechado la mano a un hombre, así que eso era lo que le pedía.

O Caboclo entrecerró los párpados y me inspeccionó desde los pies hasta la cabeza, después me ordenó que me sentara. Sí, no me invitó a sentarme, me lo ordenó. Yo obedecí, claro. Me preguntó cómo me llamaba, y cuando se lo dije él empezó a decir: «Escucha, Eduardo, te voy a informar de quién soy yo», y a partir de aquellas palabras continuó hablando durante una media hora, lo hizo en voz muy baja, tanto que tenía que acercarme mucho a él para poder oírle. Su rostro, picado de viruela, revelaba la mezcla de razas: negro, indio y blanco. Tenía los ojos azules. Algunos pensarán que con esa pinta sería muy fácil identificarle por la calle, pero no: en Brasil hay muchos como él. Al final pidió un par de cachaças e hizo que chocáramos los vasos antes de beber ese fuego de un solo trago; recién entonces sonrió con sus dientes amarillos y podridos. Me dio la mano y declaró que también él podría decir que se la había estrechado a un hombre, después se levantó de la mesa para irse.

Sus custodios, ubicados en diferentes sitios del local, también lo hicieron. Retorné a mi mesa, con mis amigos. Ellos dijeron que yo estaba loco. Hacía rato que habían dejado los dados. Cuando fuimos a abonar nuestras consumiciones el camarero nos informó de que ya estaban pagadas: nos había invitado O Caboclo.