El vampiro mendicante

Lengua de lagartija


Sin quitarme de las orejas los auriculares del walkman fui a sentarme en un banco frente al templo de la Sagrada Familia y me puse a escuchar una vieja canción de Joaquín Sabina: Negra noche, no me trates así, negra noche, espero tanto de ti…

La noche no era demasiado negra: una luna gorda y muy redonda resplandecía magnificente gracias a la ausencia de nubes. Me puse a contemplarla llevado por los típicos pensamientos sobre el tamaño del universo, la pequeñez de los humanos y todo lo que a cualquiera le pasa por la cabeza cuando está solo bajo la luna y no tiene otra cosa en qué pensar. En eso estaba cuando un tipo de traje negro y rostro patibulario vino a sentarse a mi lado, lo que me inquietó un tanto. Me incorporé para buscar otro asiento, pero entonces el hombre me habló:

«¿Me daría un poquito de sangre, sólo un poquitín? Se lo suplico. No correrá ningún riesgo, llevo jeringas desechables y esterilizadas. Además, no podría morderle, en primer lugar porque no soy agresivo, y luego, porque no tengo dientes ni colmillos, ¿lo ve?»

Abrió la boca, de labios mustios y arrugados, y pude ver un hueco de color rojo intenso. Efectivamente, no tenía dientes ni colmillos; sólo encías, lengua y paladar.

Me explicó que era un vampiro. Lo era desde 1492, cuando un inquisidor le mordió la yugular en lugar de quemarlo vivo. Desde entonces necesitaba sangre fresca, pero nunca había querido atacar a otros, como hicieran con él. Cuando estaba hambriento de plasma lo compraba o lo mendigaba. En realidad se conformaba con muy poco, por eso estaba así de esquelético.

Tengo un carácter mercantil, no me gusta dar sangre ni cosa alguna a cambio de nada, así pues le dije que gustosamente le donaría una buena ración de mi fluido vital si en pago me contaba cómo habían sido sus días desde aquellos lejanos tiempos. El vampiro me explicó que desde que adquiriera su condición actual no había tenido días, sólo noches. Con el correr del tiempo había acumulado sabiduría, ciertamente, pero sus experiencias no eran de utilidad para los mortales, su saber era un saber nocturno y oscuro, propio de vampiros.

Le di mi sangre —qué remedio— a cambio de nada. Y también le referí mi experiencia de los días, ya que el pobre deseaba que le hablase del sol de la mañana y el del mediodía; añoraba la luz diurna casi con el mismo hambre con que ansiaba la sangre. Al fin nos despedimos e intercambiamos tarjetas, pues amenazaba con clarear y mi nuevo amigo debía volver a su nicho. Yo continué escuchando a Sabina: La noche que yo amo no amanece jamás… Al llegar la madrugada busqué un bar para desayunar. La noche que yo amo nace entre los despojos, que al puerto del fracaso arroja la ciudad…