Pablo le ha clavado un lápiz en el ojo a un niño del centro de acogida. En cuanto le han llamado para contárselo, Javier ha mirado el calendario como en un acto reflejo: faltan cinco días para la noche de Reyes y se ha sentido culpable al pensar “¡Ya era hora!”. Casi un año le ha hecho falta al crío para salir de su letargo insondable y poco más de dos segundos es lo que ha necesitado el policía para ponerse la chaqueta y salir por la puerta de la comisaría a grandes zancadas. Ya en el coche, conduciendo a gran velocidad, no puede dejar de preguntarse por qué el chaval ha reventado de una forma tan violenta la burbuja en la que se ha escondido durante tanto tiempo y por qué justamente lo ha hecho ahora.
Conduce alterado, intenta calmarse, realmente no hay prisa, pero él la tiene. El crío ha tenido una reacción, violenta, pero una reacción, al fin y al cabo. Javier tiene la esperanza de que tal vez también haya hablado, que haya dicho algo sobre aquella noche terrible, sobre algo que viera y que se empeñaba en callar de una forma feroz. No porque sus palabras puedan arrojar luz sobre el caso, que ya está más que resuelto, sino porque, tal vez, sean un síntoma de la recuperación del chaval. Javier se dirige al centro de acogida espoleado por esa esperanza, sin embargo, se ve obligado a levantar el pie del acelerador: a aquellas horas de la mañana, los transeúntes cruzan las calles solo pendientes de sus quehaceres diarios, de sus últimas compras. En el cielo comercial las estrellas carentes de luz y de magia dejan entrever los alambres de sus esqueletos. Sin embargo, en aquella otra noche, la terrible noche de Reyes del año pasado, cuyo recuerdo le martillea las sienes, nada le impidió conducir a toda prisa. Aquella noche las calles estaban vacías, las persianas de los comercios bajadas, las familias recogidas y las estrellas de Navidad rutilantes le marcaron el camino hacia aquel matadero, donde, entre sus brazos, el corazón y la mente de un niño se descompusieron en el aire, como el papel quemado. Ahora, en cuanto puede, Javier vuelve a pisar el acelerador, porque, sobre todo, le importa el chaval y saber exactamente qué ha pasado.
***
Javier no fue el primer policía en entrar en la casa la noche de autos, pero sí quien abrió el armario empotrado del recibidor. En su interior encontró a Pablo, el menor de los tres hijos de Antonio e Inés, encogido sobre sus piernas como una rana y el pijama de caritas sonrientes empapado en orines fríos. —Pequeño, ¿estás bien? —el policía buscó posibles heridas en el niño que no dejaba de mirar el mueblecito estrecho apoyado en la pared. Sobre él, su madre había dispuesto, como cada año, tres copitas de anís, un plato con rosquillas para sus Majestades y agua para los camellos. Bajo el mueble, sus padres y cada uno de sus hermanos habían dejado, antes de acostarse, las zapatillas. Cuando él, rezagado, fue a dejar las suyas, decidió esconderse en el armario calado para ver, sin ser visto, la magia de aquella noche. Sorprender a los Reyes de Oriente entrando por la ventana, soltando los regalos, comiendo y bebiendo, dándose codazos cómplices, limpiándose las migas de las barbas, riéndose bajito, chistándose los unos a los otros…
Tal vez Pablo se durmiera en algún momento y le despertaron los gritos de sus hermanos, los golpes, las carreras de los pies descalzos, pero nada oía con más claridad que una insistente voz interior que le susurraba “Cállate, cállate, cállate…”. Una voz que venía de dentro y que tenía miedo.
Javier asió al niño por los sobacos y se lo llevó al pecho intentando taparle la carita al mismo tiempo, para que no viera la carnicería.
La sangre estucaba el papel pintado de la pared y se encharcaba en el suelo tomando formas que la científica, calzada con peúcos protectores, intentaba sortear. Los cuerpos de los dos niños adoptaban posturas imposibles como si la muerte les hubiera sorprendido en una carrera queriendo alcanzar el cuerpo sin vida de la madre. Desde algún rincón del comedor llegaban las luces rojas y azules del árbol de Navidad hasta que alguien las desenchufó con un tirón enérgico.
—¿Han sido los Reyes Magos? —Le preguntó el crío a Javier. El policía sorprendido por la pregunta solo atinó a responder : No, cielo, los Reyes Magos no han sido, y lo apretó contra su pecho tan fuerte como pudo. Cuando lo soltó, Pablo ya no era el mismo niño. Su expresión era la de alguien que nunca lo hubiera sido. Apenas volvería a hablar.
El padre esperaba en la calle, aturdido como un león que comprende que andar de un lado al otro no le va a hacer la jaula más grande, pero sigue rugiendo porque es un león. Alguien intentó calmarlo, comprobar si estaba herido, determinar de quién era la sangre de su pijama, de su cara, de sus manos, de sus pies descalzos… Alguien le proporcionó abrigo, intentó desenredar el ovillo en el que se enredaban sus balbuceos sin sentido y tirar de un hilo conductor que hiciera comprensible su relato. Nadie le había dicho aún que habían encontrado a uno de sus hijos, vivo, escondido en un armario.
***
Javier aparca el coche frente al centro de acogida cuando están cerrando las puertas traseras de la ambulancia. Acaban de acomodar en su interior al niño herido. Aún tiene el lápiz clavado y la sedación lo refugia en un mar en calma donde no le duele el ojo, ni el corazón por haber sido atacado por su mejor amigo. Las drogas también acallan aquel ardor en el pecho y en la boca del estómago con el que convive a diario por culpa de la burla de los otros chavales. Le dicen que sus padres no irán a buscarlo nunca, como a la mayoría de ellos, que se quedará con su hermana en el centro de acogida para siempre, que sus padres no saben hacer las cosas bien, que se meten en líos. Él se imagina que no son líos los que le alejan de sus padres, sino aventuras. Tal vez deben cumplir misiones secretas de alta trascendencia. Algo más importante que sus propios hijos está en juego, tal vez la paz mundial, la salud del planeta, el bienestar de todos los niños del mundo, algo que debe permanecer en secreto a ojos de la gente y que él descubriríá algún día. Y ha creído que ese día ha llegado.
Aquella mañana su hermana le había revelado un secreto y él pensaba contárselo a todos. Acostumbrado a ser el menos popular del centro, hoy, por fin, abandonaría el último lugar de la última fila de la fría sombra que ocupaba diariamente. Su secreto lo convertiría en un tipo importante. Todos se iban a quedar de piedra cuando les contara lo que sabía. Todos menos Pablo, que ya era como una piedra que ni ríe, ni llora, ni habla. Solo de tanto en tanto murmura bajito: ¿Han sido los Reyes? Él nunca había entendido muy bien a qué se refería Pablo, pero ahora creyó que su secreto le daba sentido también a la constante pregunta de su amigo. Su mejor amigo. Eran dos tipos raros inseparables. Por eso el primero en saber su secreto sería Pablo. Lo buscó apresurado. Lo encontró en la biblioteca, de pie, junto a la papelera, sacándole punta al lápiz y se lo dijo bajito, al oído.
—Pablo, los Reyes son los padres.