No olvides que te quiero

Rincones oxidados


Mi madre se está muriendo. Me ha puesto sobre aviso mi hermana hace solo unas horas. Enfermera de profesión, ha intentado amarrarse al tono mesuradamente afectado de su oficio. No lo ha conseguido. Una catarata de lágrimas y palabras entrecortadas que se atropellaban han reventado su dique. No por ininteligible, su mensaje en mi buzón de voz ha dejado de ser elocuente. Estaba destrozada. Ellas dos se llevaban bien. Nosotras, mi madre y yo, no. Me la imagino protegida en el búnker de su bata blanca, con el dedo acusatorio de hermana mayor alzado cuando grabó un segundo mensaje, tan escueto como determinante: “queda poco, tú verás qué haces. Habitación 306”. Ahora su tono también denotaba cabreo: había tenido que dejar un mensaje porqué yo no había atendido a su llamada apremiante, tal vez pensó “como siempre” o “como nunca” antes de colgar.

Cogí las llaves, el bolso, el abrigo y salí a toda prisa, parecía que debía apresurarme si quería llegar a tiempo. Sin embargo, vente minutos después de aparcar, aquí estoy, sentada en la escalera exterior del hospital, fumando. Estrujo contra mi pecho el primer poemario que publicó mi madre. Luego hubo otros, más pulidos, menos salvajes, no tan queridos por mí. A este, lo llevo siempre en mi bolso. Su cubierta visiblemente ajada mal protege el universo en expansión de una mujer brillante, sus versos dibujando constelaciones, sus mundos en bruto creciendo sobre unas páginas tan amarillas como mis dedos sujetando la colilla. Fumo; miento sobre el tabaco, le digo a todo el mundo que lo he dejado y aquí sigo aspirando ansiosa de un filtro ya caliente, dejando que se me enfríe el culo en un rellano, con los pies dos escalones más abajo. “Tú verás lo qué haces” me repito como un mantra sin dejar de mirar mis piernas dobladas. Debería correr hacía su habitación y decir “mamá no te vayas” y mostrarle, a modo de bandera blanca, su poemario del que no me separo como si él fuera mi perro lazarillo y yo una hija arrepentida y vulnerable. Pero mis piernas inmóviles, cada vez más delgadas dentro de unos tejanos que se me han quedado demasiado grandes y a los que ya le tocaban un relevo el invierno pasado, procrastinan y tiemblan al mismo ritmo que yo. Dejo pasar los minutos, el humo, las caladas y a la gente que sube las escaleras con prisas, o que las baja, agotada, mirándome de reojo. Percibo sus muecas desaprobatorias y las ignoro, sigo fumándome la oportunidad de llegar a tiempo.

Pienso en si existen las casualidades o si hay un orden cósmico que se empeña en joder las cosas. Sujeto el cigarro entre el índice y el corazón, dejando crecer la ceniza que se cae sola al suelo, mientras mis manos percuten sobre mis rodillas un recuerdo macabro: solo hace veinticuatro horas que llamé a mi madre, veinticuatro a lo sumo antes de recibir el mensaje de voz de mi hermana. Conseguí llamarla después de…no sé… ¿Cuántos intentos frustrados?, ¿cuánto esfuerzo doliente? ¿Cuántas veces me puse el auricular cerca de la cara y, cobardemente, no marqué el número?  Y veinticuatro horas escasas después de reunir todo el valor y llamarla, tal vez se nos haya acabado el tiempo ¿Cuándo empecé a posponer las llamadas? No sé, hace tanto…claro, ella no cogió el teléfono, ya debía estar muy mal. Yo, sin saberlo, casi agradecí que no descolgara y le dejé un mensaje. Un mensaje es más fácil que una conversación. Lo soliloquios no admiten reproches, a no ser los que te los hagas a ti misma. ¡Dios, lo que me costó llamarla! Nuestra distancia se había convertido en una frontera que se ensanchaba a cada llamada que no se hacía, a cada visita que se posponía. 

De todos modos, en esta ocasión, me sentí satisfecha y orgullosa del mensaje que le dejé. Intenté explicarme, torpemente, lo sé, pero al menos conseguí terminar con un “te quiero, mamá”. 

No sé si eso ahora me consuela.

Me levanto de la escalera, tiro lo que queda de mi cigarro al suelo, pisoteo la colilla y con ella mi ensoñación. Conjuro a mi valor y entro en el hospital. Puedo escoger el ascensor para acceder a la tercera planta, habitación 306 me recuerdo a mí misma, pero no lo hago y escojo subir por las escaleras. Cada peldaño me cuesta como si ascendiera por una cuerda de nudos levantando el peso muerto de mi cuerpo. Por la escalera tardo más. Lo sé. Habitación 306. Tres plantas entre ella y yo.

Algo que no sé explicarme tiende a frenarme.

Tal vez, durante todos estos años de distancia, mi madre hubiera agradecido unas palabras de apoyo, de admiración, saberse acompañada en su trabajo, pero el resentimiento me decía que abrir la boca era dar el brazo a torcer. Callaba por orgullo vengativo, primero. Por temor a no estar a la altura, después. Lo confieso. Tal es la cruel belleza de sus versos, tal es la crudeza de sus imágenes, tal es la verdad con la que sus palabras apuñalan el tuétano de tus huesos que yo, envidiosa, no podía hacer más que reverenciarla en silencio. Como máximo podía cargarme de valor y recitarlas en voz alta, a solas. Permitir que la guadaña de su poesía, incesante, fuera cortando el aire dejando que, a lo sumo, un suspiro se sostuviera flotando. No podía más que respirar sus palabras sin hacer ruido, tal era el respeto y la densidad de la aflicción que me invadía con su lenguaje. Siempre me preguntaba cuánta realidad había en lo que escribía, si era posible hilvanar, con palabras, imágenes tan terribles sin tener un descosido insondable en el alma. 

¿Qué podía decirle yo a ella? Cualquier cosa que se me ocurría me acababa pareciendo inapropiada, insuficiente, aunque rebosase amor y admiración. Me callaba. Leía sus versos y me callaba, yo, la hija distante.

Ya en la primera planta, las enfermeras parecen reparar en mí a medida que me acerco al mostrador. Me saludan con un breve movimiento de cabeza, las reconozco, me reconocen, no me detienen, ni siquiera preguntan a dónde me dirijo o a quién quiero ver. Sin embargo, me siento escrutada, lo que me hace tomar conciencia de mi aspecto desaliñado y me avergüenzo. Instintivamente me ahueco el pelo despeinado y tiro de mi sudadera hacia abajo para que tape. Sobre todo, que tape. Una de las enfermeras me mira por encima de sus gafas de cerca y me sonríe mientras descuelga el teléfono interno. Tal vez llame a mi hermana, también es enfermera en el mismo hospital. Sin duda saben quién soy y que mi madre está ingresada, pero para mi sorpresa no se levantan, no me requieren, no me acompañan a ver a mi madre, no me dicen que está dos plantas más arriba, tal vez solo crean necesario llamar a mi hermana.

Accedo al segundo tramo de escaleras y paso por el mostrador donde las enfermeras atienden a los familiares de los enfermos o remueven papeles o atienden el teléfono. Supongo que también han reparado en mí como las de la planta anterior, sin embargo, no las miro, paso de largo evitándolas, con la vista al frente y sin dejar de pensar en los textos de mi madre. Ella, que se exprimía en cada renglón de su poesía, que la picaba en piedra con sus puños menudos, se estaba quedando sin aliento. Sin fuerzas. Sin palabras. Y sin las mías. Nunca la poesía fue tan verdad. Ni la guadaña tampoco. 

Debía apresurarme y ahora sí, subí el tercer tramo de escaleras corriendo, ahogada por el tabaco y la culpa, pensando en que nada debe enturbiar los momentos trascendentes y definitivos. Momentos como la muerte han de poner fin a los resentimientos que por más que estén enquistados deben transitar hasta un segundo plano. Las tragedias se tornan niñerías.

Tercera planta y me digo “habitación 306”. Ya llego.

Mi hermana viene hacía mí corriendo por el pasillo. Doy por supuesto que quiere alcanzarme antes de que entre en la habitación y me enfrente sola a la imagen de una madre entubada, inconsciente, pálida, delgada, acabándose. La espero.

—¿Otra vez? —me dice, y durante unos segundos no la entiendo. Luego me vienen imágenes a la cabeza. Destellos espeluznantes que me aturden como si aporrearan un gong en mis oídos. 

Mi hermana pasa un brazo sobre mis hombros y con la otra mano toma la mía. Andamos despacio los pocos metros que faltan para llegar hasta la habitación 306. Nos paramos en el umbral. Yo me siento mareada. Mi hermana se para un segundo y suspira. Tiene los ojos enturbiados. Yo entorno los míos ¿Qué está pasando? Mi hermana abre la puerta. Me sacude el olor a desinfectante, observo las paredes blancas, el suelo mojado recién fregado, escucho el “buenos días” dicharachero de la trabajadora de la limpieza y la imagen dos camas perfectamente hechas, dos camas vacías me dejan desarmada en el umbral de la puerta.

—¡Pero tú me has dejado un mensaje! —le digo implorante a mi hermana. En su cara veo el cansancio de alguien que cuida a un enfermo cercano desde hace demasiado tiempo.

—…hace meses que lo dejé…—y me busca dentro de los ojos como si yo me hubiera caído en un pozo y me implorara que me agarrara a una cuerda para tirar de mí. Como si mi cuerpo solo fuera un envoltorio que le resultara desconocido. 

La señora de la limpieza sale de la habitación para dejarnos solas, no sin antes poner una mano sobre el hombro de mi hermana y susúrrale compasiva “¿otra vez? …No sabes cómo lo siento…”

—Mis compañeras me han avisado que habías llegado…

—¿Te han avisado?

—…Otra vez…tal vez deberías hacerme caso, ir a un especialista, mírate, estás fatal, no puedes continuar así…—mi hermana gimotea. Yo intento no llorar y el esfuerzo me quema la garganta. Entrecortadamente le digo “no-es-toy-loca…”— Claro que no, mi vida, yo solo quiero lo mejor para…—no termina la frase. En mi teléfono entra una llamada. En la pantalla puedo leer MAMÁ y rápidamente se la oculto a mi hermana. ¿Cómo voy a decirle…? ¿Cómo es posible? No, no le enseño la llamada entrante, simplemente me levanto de la cama y apartándome contesto…

—¿Siii?

—¡Hola mi vida! He escuchado tu mensaje, ¡Qué lindo! Cómo te agradezco que me leas. No te preocupes, hemos de olvidar nuestros resentimientos, procuremos estar más cerca la una de la otra a partir de ahora ¡Gracias por llamar, cielo! No olvides que te quiero.


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