Nicolás vive en un sótano. Pero no es un sótano cochambroso, inhóspito, mal ventilado. Tiene un patio al fondo que Nicolás ha transformado en un vergel. Verde y lleno de hortalizas.
Apenas si hay mobiliario. Una mesa, una silla y un camastro. Una caja de cartón recogida de la calle le sirve de armario.
Malvive durante el año con una paga del gobierno que no da ni para el agua con que regar sus hortalizas. De hecho, va regularmente a la fuente pública pertrechado de garrafas que llena y transporta en un viejo carretón hasta su patio. Así se ahorra un tanto en el recibo.
A pesar de todo él se las compone y come cada día. A veces, en su sótano; otras, en la ayuda social donde dan un plato caliente y la comida no está mal.
Sin embargo, en Navidad todo es distinto. Unos grandes almacenes lo alquilan de Papa Noel todos los años.
Se enfunda el traje rojo y blanco, se dispone un cojín en el vientre para parecer gordo y se encasqueta una peluca y una barba blancas para cubrir las apariencias.
Le pagan una suma que a él le parece un dineral.
De todos modos a Nicolás no le gustan los niños. En verdad los odia.
Se sienta en el trono de Papá Noel y dejando entrever una sonrisa fingida atrae a los infantes sentándolos en su regazo. Teme que algunos, los más peques, se le meen encima. Odia el olor a meados y ese olor dulzón de los pañales.
Les pregunta: ¿ya te portas bien? ¿Haces caso a papá y a mamá? No dirás palabrotas, ¿verdad?
Sonríe cuando el fotógrafo lo inmortaliza con el chaval o la niña sentados sobre sus piernas. Enseña sus dientes, amarillos, y procura desembarazarse de la criatura en cuanto puede.
Nicolás no sabe por qué cada año los grandes almacenes le contratan a él. No sabe el porqué de las colas delante de su trono.
En realidad no le importa. Sólo sabe que la paga le proporcionará una cena de Navidad inolvidable.