Volví a la casa donde nací, en un barrio obrero en una gran ciudad de la que salí a los veintiún años harto de aquel ambiente triste y conformado con la miseria que padecían sus supervivientes. Me fui al norte, a un pueblo entre montañas, donde la vida estaba en contacto con la naturaleza y las estaciones del año se sucedían según el ciclo natural de la tierra. Soy hijo único y me fui sin decir nada a mis padres, solo con el petate de la mili, algo de ropa y cinco mil pesetas que le quité a mi madre de la caja de lata en la que tenía sus ahorros. Dejé una nota diciendo que no se preocuparan por mí y que un día volvería por Navidad. De eso habían pasado ya veinte años, ninguna comunicación con ellos en todo ese tiempo.
Bajé del tren la tarde del 24 de diciembre y me pareció que la ciudad estaba igual que la había dejado, la misma sensación de indiferencia y rechazo. Cogí el autobús hasta la calle en la que jugaba con otros niños, a los que suponía viviendo todavía allí con contratos basura, hipotecas que no podían pagar y familias sin esperanza. Los bares ya cerrados por la Nochebuena, las farolas amarillentas que daban al ambiente un aire irreal, lucecitas de plástico en los balcones y por la calle solo un hombre viejo bien abrigado llevando comida y bebida comprada con la tarjeta bancaria que en breve no podría utilizar, cuando llegaran los cobros en enero.
Llegué al portal de la casa, un edificio de ladrillo sin balcones como una gran cárcel monolítica, y llamé por el telefonillo a la puerta 36, la de mis padres. No contestó nadie. En ese momento salió una mujer africana con una niña pequeña sonriendo, con un globo de colores y guirnaldas de papel en el cuello, dando saltos de alegría sin otra razón que su inocencia. Subí en el ascensor. En la puerta, colgado, un ramo de muérdago seco. Golpeé fuerte varias veces y nadie respondió. No había vecinos en la vivienda de enfrente. Tenía aún la llave de la casa, la busqué, no habían cambiado la cerradura. Entré y gritando llamé a mis padres: «Hola, ya os dije que volvería por Navidad, ¿dónde estáis?». Ninguna respuesta, solo un resplandor al fondo, en el comedor.
Un olor raro, penetrante, se fue apoderando de mis sentidos mientras atravesaba el pasillo. Abrí la puerta del comedor, la sala iluminada solo por unas luces navideñas parpadeantes. Allí estaban mis padres, sentados el uno frente al otro, con la comida de la Navidad pasada momificada en los platos y la cera de dos velas derretida sobre el mantel. Las cabezas descansando en la mesa, las manos aún entrelazadas y vestidos con la mejor ropa que tenían. Había llegado un año tarde. Una botella de cava sin abrir en una cubitera seca. Las copas intactas. La abrí, brindé por la familia unida y llamé a la policía para invitarles a presenciar una negra Navidad.