Toda mi vida he veraneando en el norte. Han sido tantos veranos que ya he perdido la cuenta. Siempre en el mismo lugar, frecuentado los bares y restaurantes de moda. Puede parecer una frivolidad, pero así es, pues siempre hemos sido muy snobs en mi familia. ¡Para una vez al año que salíamos nos dábamos todos los caprichos! Mamá decía que jamás se lo contásemos a nadie pues no nos creerían y, además de quedar por mentirosos, fomentaríamos la extraña envidia de la duda.
Cada año era igual. Tanto es así que yo llegué a conocer la vida y costumbres de todo bicho viviente en la villa vacacional. A papá le gustaba ser fiel a los cafés y chigres de siempre, y claro está que eran atendidos por los mismos personajes año tras año, y pasaban de generación en generación, lo que para mí era una bicoca pues con mi agudeza de niño repelente y espabilado conseguía enterarme de asuntos de vetustas familias poniendo mi oreja aquí y allá en una y otra conversación de cafetín, restaurante, hotel o disco pub que solíamos frecuentar. También se me daba fenomenal la playa. Allí coincidíamos los mismos veraneantes que curiosamente ocupábamos las mismas rocas y extendíamos las toallas en zonas que parecíamos reservar año tras año, pues cada familia ya había decidido el rincón preferido donde tostarse al sol y nadie osaba usurpar el espacio que sabía preferido de los madrileños o de los de los de Cuenca. Tal era la familiaridad que se daba en algunas playas norteñas en los años de la abundancia.
Así los asuntos, fui regresando en mi madurez, y ya con mi propia familia, a estos lugares mágicos que atesoro en mi memoria como las joyas de una corona singular y estratosférica que conformó mi personalidad veraniega. Juego con ventaja, lo sé, nadie me conoce y yo recuerdo a todos y cada uno de los personajes de mis juventudes e infancia marineras. Los he visto crecer y desvanecerse en el paisaje. Los he escuchado hablar tras los mostradores y de algunos recordaré sus voces aún después de muertos. Me gusta observarlos en su deambular por los mismos espacios de mi vida estival. Ahí continúan, maduros y vivos, ancianos y con descendencia. De algunos conozco nombre y apellidos. De mí no saben nada, si acaso alguna vez, entre puertas entornadas de algún bar de moda, alguno se detiene en mi rostro como queriendo ubicarme en los veranos de su ayer.