Moscas

Rincones oxidados


Si Dios hubiera estado mirando habría visto a Pedro al borde del desmayo. El muchacho se encontraba ante la imagen más aterradora que presenciaría en toda su vida y de la que no se repondría jamás. Llegó al pueblo en su coche tuneado, haciendo ruido, conduciendo, como de costumbre, a una velocidad innecesaria, aunque de saber lo que había ocurrido en la iglesia, hubiera conducido más deprisa, sin duda, en otra dirección, a poder ser, opuesta. Al pasar por la plaza se encontró con las vecinas, tres beatas a tiempo completo que habitualmente se encargaban, con religiosa puntualidad, de los arreglos florales del altar, así como de la limpieza de la iglesia, durante la que se quejaban del poco caso que hacía el obispado del deplorable estado del templo e intercambiaban los cotilleos que hubieran atesorado durante la semana y que, naturalmente, narraban clamando al cielo. Pedro las vio esta vez, sin embargo, en la entrada del edificio alteradas e indispuestas. Mientras una de ellas, mal sentada en el poyo de la fachada, procuraba reponerse del espanto, otra se afanaba en darle aire batiendo enérgicamente un abanico con una mano y, persignándose con la otra, se tapaba llorosa la boca al cruzar pulgar e índice sobre sus labios. Fue la tercera mujer, más entera y arrojada, la que obligó al muchacho a parar el auto poniéndose delante, jugándose claramente la vida. Este pegó un frenazo, escuchó sin acabar de entender lo que la mujer le decía más allá de “hay un hombre muerto”, salió del coche sin sacar la llave del contacto ni soltar la lata de cerveza, y en cuatro zancadas entró en el templo.

 Ante sí un hombre crucificado, las maderas apoyadas en el altar. Estaba irreconocible, tal sería la saña con la que le habían golpeado hasta someterlo. A pocos metros, en el pasillo, entre los bancos, se hallaba Joselito, “el come moscas”, hincado de rodillas, las palmas de las manos unidas ante sus labios. El haz de luz que entraba por los vitrales de vivos colores iluminaba la escena como si la composición estuviera prevista de antemano. Aquella fue la primera vez en toda su vida en la que a Pedro se le cayó una cerveza de sus manos. Aturdido, no pudo más que sostenerse en el respaldo de un banco, primero, y correr hasta la pila bautismal, después, donde vomitó las tres San Miguel del desayuno. Si Dios hubiera mirado, hubiera visto todo esto, lo que no implica que se hubiera compadecido. Joselito, desde luego, no lo hizo.

En aquellos instantes llegaban hasta los oídos de Joselito los rezos lloriqueantes de las beatas, el sonido de un coche al ralentí ante la puerta y la voz de Pedro cagándose en Dios, entre arcadas, sin que ni siquiera las beatas pusieran objeción. Antes de todo ese revuelo solo escuchaba los latidos de su corazón, un aleteo persistente en su estómago y el vuelo de dos o tres moscas. Joselito no podía más que sentir, por fin, una gran paz interior. Ninguna otra cosa había anhelado tanto en toda su vida.

Las moscas se posaban sobre el difunto crucificado, lamían la sangre que ya empezaba a secarse como una pátina delgada de mojama. Allí de rodillas ante el muerto, en aparente estado de súplica, aunque lo que realmente sentía era agradecimiento, Joselito observó detenidamente a los insectos, sabía que eran un presagio. Tal vez algo inaudito estaba a punto de ocurrir. Las moscas no habían entrado de la calle porque alguien hubiera dejado la puerta abierta. Salían directamente de su boca. Joselito, que no era sordo, pero sí mudo, solo emitía sonidos guturales acompañados de una mosca o dos que se escapaban de entre sus labios. De ahí el sobrenombre de “el come moscas”. Sus vecinos creían que las cazaba y las guardaba en la boca, lo que causaba, como es natural, una seria aversión. Nada más lejos de la realidad: aquellos bichos salían espontáneamente de él, en vez de palabras. Joselito nunca halló la forma de explicar a los demás aquel fenómeno, ni la manera de disculparse ante ellos. Tampoco tenía una explicación para sí mismo, aunque recordaba perfectamente la primera vez que le ocurrió, el horrible incidente que marcó su vida para siempre y cómo las moscas lograron salvarle de la situación. Desde aquel fatídico momento su garganta se negó a emitir palabras, solo soltaba sonidos guturales y negros insectos.

Pedro salió a la calle, donde le esperaban las tres mujeres. No siendo solo dado a la San Miguel sino también a las series policiacas soltó, intentando no devolver ante sus paisanas “que nadie toque nada”. Los cuatro estuvieron de acuerdo en que debían hacerse cargo de la situación y llamar a los mossos ellos mismos. El alcalde estaba cosechando por cuenta ajena unas tierras situadas en el linde de la provincia, en cuanto le informaran acudiría, pero tardaría demasiado. Llamarían a la Parroquia, claro, pero sabían que, en aquella época del año, el párroco iba a pescar, nadie sabía a dónde, pero procuraba que fuera lejos. Decía que se iba sin móvil, que para hablar con Dios no le hacía falta. Finalmente, al cura que venía a decir misa desde hacía dos domingos no sabían cómo encontrarlo. Era nuevo, pero con tablas, y había sabido regatear las preguntas personales, incluso las más inquisitivas de nuestras beatas.

Lo cierto es que Joselito era la única persona de todo este elenco que conocía perfectamente la identidad del crucificado. Él y el asesino, claro. Joselito creyó verlo, le pareció ver correr a alguien y huir por la puerta de la sacristía, pero no lo impidió. No le importaba quién hubiera sido. Tal vez alguien que vino siguiendo el rastro del hombre asesinado hasta que lo encontró aquí. Alguien que acarreaba un lastre como el de Joselito, pero con menos suerte y más arrojo. Un tipo que decidió encontrar así su paz. Tal vez en su tiempo fuera un niño al que sí consiguió someter dejándole la vida atropellada y tomó un camino extremo.

Joselito se preguntó por qué no había tomado él mismo esa iniciativa. No todas las víctimas sirven para verdugo. Él nunca fue un hombre violento y sus máximos esfuerzos se concentraron siempre en sobrellevar la vida, en sobrevivir a pesar de todo, en sobreponerse a las pesadillas nocturnas y sobre todo a que la oscuridad del precipicio le dejara en paz.

“Déjeme en paz”, eso era lo que él le suplicaba una y otra vez siendo aún un niño. Joselito observaba al crucificado y pensaba “ahora sí dejarás en paz a todo el mundo”. En su mente dolorida y pegajosa, aquel hombre, al que reconoció de inmediato el primer domingo que vino al pueblo, se bajó de la cruz para recordarle cómo fue su niñez en aquel centro donde pasó su infancia. Al poco de llegar supo lo que les pasaba a algunos alumnos y pronto le tocó el turno a él. El sacerdote, su profesor, aquel que en cuanto llegó al centro le habían asignado como su mentor, su confesor y su apoyo si lo necesitaba, había empezado a perseguirlo por los rincones, a cerrarle el paso cuando nadie los veía. Joselito luchó innumerables veces por escabullirse siempre con éxito… excepto la última vez. En aquella ocasión no pudo: el hombre consiguió acorralarlo con aire triunfal, se irguió ante él y lo agarró del pelo con fuerza hasta que lo puso de rodillas, no respetó sus súplicas ni sus lágrimas mientras se desabrochaba la bragueta. Joselito sintió un ahogo como si al agarrarle del pelo le sumergieran la cabeza dentro de un balde con agua y la única solución fuera bebérsela toda para poder respirar. Abrió la boca sin poder remediarlo, por subsistencia, porque no le quedaba más remedio… y entonces ocurrió. De su boca salió una mosca, luego otra, tres, cuatro… El hombre no podía dar crédito a lo que ocurría. Y le pareció repugnante.  Más que lo que él estaba a punto de hacer.

Joselito nunca volvió a hablar.

El muchacho oyó una voz tras de sí que le decía “has de salir de aquí”, la mossa le puso la mano en el hombro y a pesar de que los vecinos le habían advertido de su mudez, le preguntó ¿tú sabes quién es?  Joselito sí quiso contestarle, y Dios sabe que se esforzaba por responder “el cura nuevo” pero, como siempre, no pudo articular ninguna palabra inteligible. De su boca solo salió una mosca; luego, cinco; seis, media docena, una docena entera, varias decenas empezaron a salir como si durante lustros hubieran estado hibernando presas en el averno de un hombre atormentado y alguien hubiera abierto violentamente las compuertas del infierno. Salían en tropel, conducidas por una corriente de aire caliente y pegajoso. Joselito apretaba los puños, rabioso. De verdad que quería decir “es el cura nuevo” pero el río de insectos negros que salían por su boca se lo impedía. Miró al crucificado con rabia, miró al Cristo sobre el altar como interpelándolo, pero de su boca no salían palabras, solo moscas, moscas, cientos de moscas vomitadas desde su estómago como a latigazos. Las moscas empezaron a posarse sobre el difunto, sobre su sangre seca, sobre sus brazos, pecho, espalda, vientre, cintura, caderas. Los agentes intentaron evitarlo, salvaguardar el cadáver, impedir aquello. No lo consiguieron, las moscas salían de Joselito como un ejército imparable y disciplinado, zumbando, instintivas cubrieron de negro el cuerpo del hombre, acusándole. Nadie dudó, nadie pudo dudar de que el hombre quedó totalmente cubierto de lo que ya no parecían moscas, sino una negra sotana.

Esta historia podría ser rigurosamente cierta, si a Dios le hubiera dado por mirar.


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