Morir en agosto

Relatos bochornosos



Hay hombres que siempre tendrán la mirada de un niño. No por un infantilismo perpetuo, o una inmadurez existencial, sino por esa inocencia innata que les define para ir por la vida. Siempre he pensado que todos los que arrastran esta característica son generalmente tipos transparentes, donde cuesta ver dobleces (que no defectos, que todos los tenemos) o malas intenciones. Son los que se podrían definir como buenas personas, en esta selva que es la vida, donde todos somos pura contradicción, capaces de lo mejor y de lo peor de la mañana a la noche.  

No sabría decir en qué lado de la bondad podría situarme. Como casi todos, creo estar en un gris tirando a oscuro, pero en ocasiones puede tender al blanco. Supongo que demasiado normal. Pero sí creo que hay personas —aunque obviamente se equivocarán como todos— donde no reconozco esa doble cara que nos caracteriza al resto, que en el fondo siguen siendo niños, algo que siempre es fácil de criticar desde el cinismo que gobierna nuestra supuesta madurez, pensando que es una debilidad ir por la vida de esa forma, cuando la inmadurez es lo contrario a lo que significa ser niño. Y es cierto que entre niños existe crueldad, pero siempre por reflejarse en el mundo adulto. 

La primavera pasada caminaba por la zona de Argüelles, en principio sin destino alguno, me dejaba llevar, por aquellos días estaba enfrascado en la preparación de un examen que podría dar un respiro a mi estabilidad laboral. Lamentablemente no sirvió de nada, las cosas no salieron como esperaba, el caso es que en mi paseo sin rumbo pasé junto a una pequeña tienda de ropa, más concretamente una camisería, por la calle Guzmán el Bueno, que enseguida reconocí de un pasado lejano. Me paré frente al escaparate y vi que dentro de la tienda había un hombre consultando lo que parecían unas facturas; era alto, bronceado, pero no un moreno de rayos uva, sino curtido por el contacto diario con el sol, con una media melena lacia y pulcramente arreglada, vestido de manera impecable;  enseguida supe quién era, apenas había cambiado en una década, salvo por el pelo largo, aunque la pregunta era si ese hombre maduro de aspecto atlético y saludable reconocería a un hombre maduro que se había comido a otro hombre maduro con gafas de pasta, ladeadas, gastadas, vistiendo del saldo de H&M y con gesto de desapego existencial. 

Hacía muchos años que no veía al propietario cuya tienda tenía su nombre y apellidos. A Álvaro, que así se llamaba, le recordaba calvo, o más bien con la cabeza rapada, aunque no recuerdo los motivos de dicho afeitado, honestamente no tengo ni idea, quizás pura cuestión estética, nunca fui íntimo suyo, solo era el hermano de una buena amiga de la universidad que se quedó en amiga para siempre. Tampoco es que tuviera muchos recuerdos acerca de él, le conocí en una fiesta de Fin de Año, una muy significativa, la del cambio de siglo, cuando el “efecto 2000” iba a dejar todo como El planeta de los simios. Pero nada pasó, todo siguió igual de corriente, real y vulgar, con los poderosos de siempre aprovechándose de los débiles de siempre, en un baile perpetuo que se hereda de padres a hijos, nada nuevo bajo el sol financiero. Fue un amigo quien decidió hacer una fiesta toga para celebrar que nos íbamos al carajo a las doce de la noche. Si iba a llegar el Apocalipsis, qué mejor forma de festejarlo que con una sábana atada al cuello y sin nada debajo de ella, a pesar de la fresca. Era la mejor manera de despedir el siglo más violento de la historia y dar la bienvenida al probable nuevo siglo más violento de la historia. Lo importante era tener algo que celebrar, la vida son dos telediarios, no hay que negarse a estas cosas, ya sea por un meteorito que nos vaya a reventar o por un error de software provocado por un cero de más.  

Al final, la fiesta no fue gran cosa, una más de tantas nocheviejas, sólo que en ésta queríamos parecer romanos decadentes en un mundo en el que las fotos todavía se revelaban en tiendas donde, además, vendían marcos para colocarlas en muebles que resumieran generaciones de familias. De Álvaro recuerdo que era un tipo peculiar, según palabras de su hermana un “friki” al uso, aunque dicho término siempre se relaciona con gordos que leen tebeos o tiran dados de muchas caras sobre tableros de cartón, como es mi caso. Pero en el de Álvaro curiosamente su frikismo era el deporte, especialmente correr, nada que ver con Lovecraft o Dragones y mazmorras. Fue también en esa fiesta cuando me enteré de que tenía una pequeña tienda de ropa para caballero con la que iba tirando por la vida. Daba la casualidad de que yo necesitaba un traje con cierta urgencia, y mi presupuesto, como siempre, era limitado. Así que pasadas las fiestas acudí a él y compré mi primer traje que, con el paso del tiempo y especialmente con el aumento del número de agujeros en el cinturón, se quedó pequeño en unas cuantas tallas. Sin embargo, conservo los zapatos. En todos estos años no los he cambiado, no me he decantado por adquirir unos italianos relucientes tipo “chúpame la punta” de CEO cocainómano, follador y triunfador. Muy al contrario, sigo usando los gastados zapatos negros de punta redonda, flexibles, que parecen de vigilante nocturno, o de policía local, como una forma elegante y cómoda de perseguir el delito. Los he usado para todo tipo de acontecimientos, desde bodas a bautizos, pasando por festivales de cortometrajes donde alguna vez me premiaron, pero también los he tenido que usar para lo contrario, actos menos lúdicos como entierros y funerales. Y son estos zapatos que compré al bueno de Álvaro los mismos que he usado para despedirme de él, pero no al final de una fiesta toga, sino en el tanatorio, el pasado mes de agosto.

En una desierta oficina, típica del mes vacacional por antonomasia, contaba los minutos para salir de esa especie de distopia que supone estar solo en un espacio gigantesco, sintiéndome raro, por no decir gilipollas, por ser el único en el lugar, cuando sonó la campanita de aviso de mi móvil. Me extrañó por las horas, pero no le hice mucho caso, cuando volvió a timbrar una segunda y una tercera vez. De pronto comprobé que una amiga había formado un grupo de WhatsApp con el nombre de la hermana de Álvaro, lo cual me extrañó. Pensé que sería el típico grupo para comprar un regalo de cumpleaños, esa asociación temporal en la que nadie se pone de acuerdo para finalmente comprar una inútil Smartbox y quitarse el marrón de encima, pero su cumpleaños es en otra época del año. ¿Quizás algún tipo de buena nueva?, si bien es madre de dos bellas niñas rubias desde hace años, y sería una extraña decisión a estas alturas, pero quién sabe. Finalmente está la opción que nadie desea, pero que siempre está al acecho, en la que prefieres no pensar: que algo mala haya sucedido. Lo que en ningún momento pasa por tu cabeza es que te comuniquen que alguien que se encuentra en la plenitud de su vida, encima deportista, haya abandonado la partida de manera brusca porque se ha parado su reloj vital.

Aquella tarde de la primavera pasada, finalmente entré a la tienda, aunque me lo pensé varias veces. Al fin y al cabo, uno se mueve por pura desidia, encontrarse con gente del pasado, especialmente cuando no han sido íntimos, siempre supone preguntar por vidas ajenas que te importan poco, y al mismo tiempo evitas explicar el desencanto con la propia. Pero conseguí vencer esa pereza inicial, quizás por el recuerdo de ese friki que me vendió aquellos zapatos flexibles de punta redonda. Y fue agradable descubrir la sonrisa que se le dibujó al verme, la sorpresa, el recuerdo, aunque fuera por momentos puntuales. Y hablamos durante largo rato, como si en el fondo fuéramos colegas de siempre, y me contó todas las dificultades por las que tuvo que pasar: una separación traumática, la crisis económica que cambió el mundo y que casi acaba con su pequeña camisería, a la que la pudo salvar de milagro, pero dejando heridas en forma de depresión. Ni siquiera las vidas sencillas, que te parecen ajenas a la desgracia, pueden evitar el abismo; ni siquiera la gente aparentemente feliz, aquellos que desprenden optimismo auténtico, viven ajenos a los infiernos personales. A pesar de los reveses, Álvaro salió adelante, de nuevo era feliz con su deporte y sus maratones, con su pastor alemán, y con la chica mexicana que acababa de conocer en un retiro budista que solía frecuentar. De nuevo eran pocas cosas las que movían su vida, pero suficientes; de hecho, había decidido dar un giro a todo, dejar la tienda que tanto sacrificio le costó salvar y probar suerte en México. 

Morirse es una faena. Morirse antes de tiempo es una putada. Y morir en agosto, además, es un engorro. Parece que molestas, que rompes el equilibrio de esa segunda época del año de “supuesta” felicidad plena, la otra, obviamente es la Navidad. Eso ya lo viví hace mil años con mi padre, y se ha repetido alguna vez más, pero en este caso por una persona a lo que no esperas le suceda algo así. Ahora queda lo de siempre: el vacío para una familia, para una madre que quizás se pregunta por qué la vida funciona de manera caprichosa, rara y cruel; para unos hermanos que no saben si pedir el manual de instrucciones y buscar el apartado donde explique esta parte de las reglas del juego. Para todos ellos, especialmente para mi amiga, queda un hueco difícil de llenar, el dolor permanecerá hasta que quizás cicatrice. Pero la verdadera faena siempre será para el que se va, en este caso para Álvaro, ese tipo de gesto transparente y mirada infantil que, después de superar la peor crisis económica de todos los tiempos, una tormentosa ruptura sentimental, y conseguir volver a encontrar el equilibrio y la luz, de pronto decidió salir a correr, su gran pasión, solo que a nadie le dijo dónde estaba la meta.