En casa, cuando éramos pequeños mi hermano y yo, no hubo jamás un crucifijo en la pared. Sin embargo, mi madre, que era dibujante, tenía colgado un cuadro con mucho dorado, en el que se representaba a una sagrada familia muy estilizada. El padre era alto y esbelto, barbudo, lánguido y rubio. Se parecía al Barry Gibb joven. La madre era quizás demasiado pálida, quizás anoréxica. El niño, con su halo en la cabecita, estaba detenido en un pataleo y en una sonrisa demasiado beatífica.
Mi madre también dibujó ángeles. Seres élficos, puros islandeses con alas de gaviota. Algunas veces fuimos a la misa de Nochebuena, pero más que nada porque los curas de la parroquia del barrio eran progresistas tirando a comunistas. Uno de ellos trabajaba en un centro para jóvenes predelincuentes de Cornellá. Otro impartía clases de matemáticas en un colegio de la Mina. Mi padre se ausentaba en mitad de la ceremonia, se salía a la calle y se fumaba uno de sus pitillos sin boquilla (fumar con boquilla le parecía femenino). No recuerdo ninguna misa de Pascua durante aquella infancia levemente cristiana.
Sin embargo, cuando yo tenía 15 años, se convocó en casa un impredecible ágape de Semana Santa. Aprovechando el cumpleaños de un familiar lejano, mi padre invitó a un buen número de parientes. Jueves Santo de 1980. Lo recuerdo como si lo viese en medio de una neblina lechosa, propia de un sueño. Nos sentamos alrededor de la mesa unos quince comensales, algo jamás visto en una familia que tendía al desapego y a la dispersión. Allí estaban el primo lejano cirrótico y su esposa depresiva, la tía abuela longeva más allá de los cien, los parientes ricos de Gerona con su hijo politoxicómano y poeta, los pobres de la Tarragona interior, los más pobres del Aragón, los creyentes, los ateos, los filocomunistas que traían ediciones clandestinas de los poemas de Ernesto Cardenal y un soltero, franquista irredento, que citaba a Agustín de Foxá.
A la hora de los postres (si mi memoria no me engaña fueron unas torrijas muy ricas pero con demasiada canela), mi padre pidió que se callaran todos porque debía contarles algo. Empecé a temblar por las piernas y luego por todo el cuerpo. Pensé que quizás llevaba toda la vida esperando este instante, que lo vivido hasta entonces conducía a ese momento, que todos los escenarios llevaban a éste: al comedor visto miles de veces y que ahora tomaba, por fin, el carácter trágico y oscuro que tal vez intuí.
—Como sabéis, —empezó mi padre— llevo un montón de años trabajando duro, madrugando y acostándome tarde, esforzándome en ser una buena persona, un buen padre y un buen esposo. Pero tras tantos años sigo siendo pobre. Tras tantos años de querer ser un hombre bueno, me siento un auténtico incapaz. No he ganado dinero, mis hijos no heredarán otra cosa que los estudios básicos que les he pagado. Mi mujer, que esperaba grandes cosas de mí, deberá conformarse con haber vivido al lado de un hombre esforzado pero fracasado. Quise cambiar el mundo, no cambié nada. Solo cambié de tabaco: pasé de fumar Bisontes a fumar Celtas.
Y prosiguió:
—Tras meditarlo mucho, creo llegado el momento de cambiar de vida.
No nos pedía la comprensión, ni la aprobación, ni nada. Solo un par de minutos para escucharle.
—Ya me juzgaréis luego, más tarde. Ahora no quiero escuchar juicios. He decidido irme a otra parte del mundo y hacer algo por cambiarlo, —dijo—. Me voy a luchar con los indígenas de Guatemala. Creo que su lucha es la más digna y la más admirable de todas las luchas que se hacen y se deshacen. Luchan por algo bello e imposible, y su lucha, perdida de antemano, es lo que justificará mi vida. Pegaré los tiros que pueda hasta que me peguen el tiro definitivo a mí, y cuando esa bala me llegue sonreiré, si me da tiempo, y quizás, si puedo, murmuraré: eso fue todo.
Justo un año más tarde nos llegó una carta certificada desde el consulado de Porto Alegre en donde se nos comunicaba el hallazgo del cuerpo de mi padre, muerto en una reyerta a las puertas de una casa de intercambios de la ciudad brasileña.