Todavía noto esa sensación en los pechos. No es un dolor. Más bien es como una presión que ejerce de alarma y me obliga a mirar el reloj. Efectivamente, es la hora de tomarme la pastilla para que no me suba la leche.
Y me la tomo.
Desde que has nacido me sorprendo, a menudo, agarrándome ambos pechos con las manos. Asiéndolos hacia mí misma, como para amordazar un mal presentimiento. Cierro los ojos y un túnel me absorbe bajo mis párpados. El mismo agujero negro que probablemente se tragara a la madre de Lorca y a la de Jesucristo.
Instintivamente me aprieto más el pecho izquierdo. De los dos es, con diferencia, el más sensible. Mis dedos percuten sobre su piel mensajes para mantenerme alerta: no debo olvidar qué dados con los que juego están atávicamente cargados hacia su lado siniestro.
Si de algo somos capaces las madres es de presentir el peligro.
A pesar de que mi mayor ilusión era que comieras de mí, no ha podido ser. Y duele. Los acontecimientos urden nuestras circunstancias y, aunque no sea justo responsabilizar a las mimbres, hago inventario: tal vez fue que a ti te dio por nacer sin estar acabado; o fue que me pasé la noche tosiendo y las venas —gruesas como mi dedo corazón— de aquella intersección entre tu conjunto y el mío, se pusieron a derramar sangre, empapándome las piernas y dejándolo todo perdido; o la culpa fuera de la luna —que ya se sabe, tiene mucha mano en estas cosas— y en pleno eclipse se puso de muy mala hostia.
Fuera cual fuera el pistoletazo, el caso es que tú y yo salimos —pitando y contra reloj— a que nacieras. Te salvaron arrancándote de mí y no hubo más remedio que poner entre tu incubadora y mi cama más de cien kilómetros de asfalto parcheado. Al final, tener las tetas grandes no puede considerarse algo especialmente útil. No hay pezón que salve esa distancia.
Mientras lucho por recuperarme, no pienso en otra cosa que en conocerte —se te llevaron sin traición alguna, pero estando yo engullida por los limbos de la anestesia—. Conocerte se ha convertido en una obsesión. La decisión de no amamantarte, en otra. Durante mi convalecencia podría haberme extraído la leche y dejarla escurrir por la porcelana del inodoro para festín de las ratas de las alcantarillas. Pero me pareció demasiado. Aun así, el mundo se para cada vez que un bebé de la planta llora y alguien le mete una teta en la boca y ese niño, que es el de otra, se calla y yo me asfixio porque tú lloras sin pezón que te consuele.
Me digo que, si de algo hemos de ser capaces las madres, es de dar de comer.
Entre tanto, atiendo las visitas que se presentan con sonrisas ensayadas en la boca y ramos de flores o cajas de bombones en las manos: peúcos y baberos son malos presentes para alguien a quien las apuestas le van en contra.
Hoy, por fin, te he conocido. Te he visto desde el pasillo, desde este lado del cristal en el que estamos todos los padres. Tú estabas al otro lado, entre una veintena de otros hijos aún por terminar.
Luchando.
Tu padre nos ha presentado: es el tercero de esta fila —me ha dicho— y ha tamborileado el cristal con el dedo para señalarte y distinguirte entre tanto ocupa de incubadora. Tú pones el culo en pompa desafiando un entramado de tubos y cables que entran y salen. Con esa posturita de rana se te hacen pliegues en la espalda. La piel te viene grande. En tu cara de miniatura se abren unos ojos enormes. Desproporcionados.
Nadie nos asegura que vayan a ver muchas cosas.
—Parece E.T.
— ¡Mujer! —Tu padre me responde con dulzura obviando que me estoy sorbiendo las lágrimas. Intentamos reírnos.
—Pobrete, no se salvará —lo ha dicho una señora que no ha venido a ser la madre de nadie. Ha venido a pasearse. A entretenerse. Y por aburrimiento te maldice como si fuera un hada despechada a la que el rey no ha invitado al bautizo: sin mirar a los lados, sin importarle quien le escucha y sin darse cuenta de que yo me agarro las tetas con ambas manos, saltándome las buenas formas y maneras. Apoyo la frente en el cristal que nos separa de ti, y tecleo con mi dedo un mensaje codificado: Pam-pam, vas a salvarte, juro que vas a salvarte, te digo.
Y debe ser cierto porque si cierro los ojos ningún túnel se me lleva ya junto a la madre de Lorca o a la de Jesucristo.
Si de algo somos capaces las madres es de no perder la esperanza.
Miro de soslayo, —porque no quiero mirarla—, a esa madre de nadie que sigue maldiciéndonos, que sigue, alegre e imprudente, augurando contra tus posibilidades. Por no caerme en un abismo, no me suelto de mis pechos. De repente me urge entretener las manos. Aprieto más, si cabe, mi pecho izquierdo, como quien acaricia el lomo de una bestia para calmarla. Que no se inquiete más mi lado siniestro, que ya voy entendiendo:
Si de algo es capaz una madre es de matar con sus propias manos.