Parece como si el tiempo que vivimos cerca del mar se condesase en un día completo; tales son los recuerdos que lo inundan, casi siempre felices, que podrían transcurrir como una película de cine mudo proyectándose en una tarde de lluvia.
Ojalá fuese posible recuperar las imágenes del pasado y ubicarlas en la memoria correlativamente: los instantes de sol de los miércoles de todos los veranos, las aguas salpicando los piececitos artificiales del soldadito de plomo, que era el único muñeco tolerado por tu padre al que podías desvelar tu parte tierna, el bolsito amarillo de charol artificial con el que bajabas a esa playita concurrida, tus pataletas en la arena defendiendo una bolsa de patatas fritas que amenazaba con fugarse a la toalla vecina por culpa del nordeste.
Así, en aquellos recuerdos que ocupan la memoria selectiva, podría etiquetar la vida entera para condensar, en esta loca escala, el pasado de toda alma viviente que frecuentó el mar alguna vez en miércoles para hacerlos eternos. Porque todos vivimos en un lugar costero alguna vez en mitad de la semana. Y la historia de mi vida y de mil vidas podría resumirse en los veranos al mar, en los días saturados de sol y melancolía de las olas. Del salitre pegado a la cara y de la pérdida de lo que fuimos cuando fijamos la mirada en el azul.
Lo que se fija en la memoria es la felicidad de los días vividos. El cerebro contiene un gran camión de la basura en alguna región infinita. Nuestra mente realiza el gran esfuerzo de arrojar, a su particular región de lo innombrable, todo lo que nos hirió.