Amo a los animales, pero aborrezco a los bichos. Por animales entiendo los de cuatro patas, vertebrados, mamíferos, a ser posible peludos y de ojos con mirada, como gatos, perros, cabras o caballos. También tolero a los simios y a los humanos. Y no olvido a los reptiles: no me importa que tengan la sangre fría…, muchos de nuestra especie la tienen y les va muy bien. Por otra parte, ¿quién puede no amar a un lagarto, símbolo de autonomía y serenidad infinitas? Las serpientes tampoco son desdeñables, pues con su piel maravillosa se fabrican bolsos muy guapos, cazadoras y botas rockeras. No son húmedas como presienten los que no las han tocado —esas son las anguilas—, sino secas y de tacto suave y agradable. En las ruinas de Cartago, en Túnez, un charlatán me puso varias al cuello, algunas bastante gruesas, y recibí de su contacto un placer muy especial. No hicimos fotos. Yo viajo sin cámara ni móvil, como Alexandre de Laborde.
Todos los enumerados son mis semejantes y jamás les haría daño por maldad como los cazadores que matan elefantes por un postureo aristocrático más viejo que la tosferina. En la gran tauromaquia, amada por Goya, Picasso y Eisenstein, no entro para no salir trasquilada. A algunos —animales, decíamos— me los como con gusto y los incorporo a mi ser: solo soy vegetariana dos días a la semana, y vegana de estricta observancia, uno; el resto, devoro con flexiteriano deleite jamón de bellota, solomillo de ternera de pasto o cabritillo lechal —el cordero no, que es cosa de beatos judeocristianoislamistas—. Una vez probé la carne de cocodrilo de granja en Nairobi y me encantó; sabe a pollo, pero es más fina. Aunque esto es irrelevante.
Los peces y otras criaturas marinas, salvo los cachalotes, que son mamíferos y excretan el ámbar gris tan útil en perfumería de alta gama, no existen para mí ni siquiera en pecera o en los gélidos mostradores marmóreos de la pescadería del Mercado Central, catedral de los sentidos. Los miro sin verlos. Jamás me asaltó la tentación de acariciar a una merluza ni he mirado a los ojos a un rodaballo con ternura. Los pescados son alimentos muy ricos, si se quiere, en omega-3, y los apruebo, aunque a menudo contienen metilmercurio. ¡Cuidado con el atún, madres lactantes, y con las ostras, sibaritas horteras, no os vayáis a atragantar con una perla inadvertida y la liemos, que se han dado casos!
Pero odio con todo mi ser a los insectos, esos extraterrestres vampíricos de seis patas, con el esqueleto por fuera o una coraza que contiene una papilla repugnante que te mancha la suela de los zapatos cuando logras aplastarlos. De este horror mío no se libran ni las —en apariencia— feéricas libélulas, ni los mal llamados caballitos del diablo, ni mucho menos las mariposas, aunque formen parte del mito de Psique. Sus vistosas alas de colorines están puestas ahí para que no reparemos en sus repugnantes abdómenes. Cuando era niña mis educadores intentaron someterme a la tortura de criar gusanos de seda en cajas de zapatos para que aprendiera las maravillas de la metamorfosis —y por ende de la vida—, pero yo los tiraba inmediatamente a la basura. No sabía entonces que el olor bombicino de estos bichos industriosos se parece al de los cadáveres frescos, al decir de los entendidos. Véase, si no, el delicioso opúsculo de Gabrielle Wittkop, El necrófilo (Cabaret Voltaire S.L., Madrid, 2022), donde a menudo se alude a este perfume singular en escenas muy perturbadoras.
Solo simpatizo con la llamada Ascalapha odorata o mariposa del espanto, lepidóptero americano que en náhuatl se conoce con el bello nombre de Mictlanpapayotl o mariposa (papayotl) del mundo de los muertos (Mictlán). Es inofensiva. Mienten los que dicen que deposita sus larvas bajo la piel de la gente; esos son los colmoyotes (Dermatobia hominis), que no pertenecen a la familia de los lepidópteros, sino a la de las moscas cojoneras. La ascálafa vive cerca de las plantas de mezquite, de flor mimosácea de cuyo delicioso néctar se alimenta. Mide dieciséis centímetros de envergadura, diecinueve de largo la hembra, lo que es discreto si se la compara con la titánica Ornithoptera alexandrae, de treintaiún centímetros de envergadura. ¡Qué horror y qué asco, por Dios! ¡Qué abdomen deben de tener!
Los machos de la ascálafa, cuyo nombre científico proviene del diosecillo del Hades que delató a Perséfone por haber comido un grano de granada, son más pequeños y oscuros que las hembras. A veces la gente confunde a una de estas con un murciélago y la matan a escobazos. En Cuba las llaman “brujas” por considerarlas encarnación del espíritu de las hechiceras. No tienen nada que ver —que te veo venir, lector— con las esfíngidas o Acherontia atropos, esa sobrevalorada polilla africana, llamada “esfinge de la muerte”, que lleva una mancha en forma de borrosa calavera en el corselete para pasmo de los necios. Tiene el abdomen grueso y emite un lamento cuando la molestan. Sale en un cuento de Poe, y la hizo famosa el cartel de El silencio de los corderos, pero no es santa de mi devoción.
Relaciono a la ascálafa con la bella ciudad mexicana de San Cristobal de las Casas, en el estado de Chiapas. A mi llegada en el año 1995, la zona estaba en turbulencias por causa del mítico Subcomandante Marcos y su grupo de acción revolucionaria zapatista en defensa de la selva Lacandona, lo que nos obligó a pernoctar tres noches en el citado pueblo. Después de todo, no estuvo mal, porque San Cristobal resultó tener un Museo del ámbar, un Museo mesoamericano del jade, la Reserva de orquídeas Moxviquil en el Jardín botánico, el Museo del cacao y una estupenda librería en la que hallé —no sin pasmo— mi libro La pequeña pasión.
Pero —¡oh, desgracia!— Me había dejado olvidadas las imprescindibles pastillas contra el surfeo infernal al hacer la maleta. En ningún sitio las conseguías sin receta. Era difícil hallar sustitutos de marca blanca y menos en farmacias extranjeras. Las eché de menos desde la primera noche, que resultó espantosa. Nos habíamos alojado en una vieja casona colonial con florido patio de arcos. Nuestra habitación, en la planta baja, era enorme y oscura. Allí encontré, como salida de mis sueños, a la primera ascálafa de mi vida, que la patrona desalojó ante mis gritos llamándola “ratón viejo”. Revoloteó la pobre insecta aterrada, que lanzó quejidos y aromas hasta que dio con la pequeña ventana que daba al jardín. Voló hacia la libertad, si bien un tanto maltrecha, llevándose mi mal. Al perderla de vista, sentí el soplo fresco del arcángel Alivio y pasé en tremendo bienestar el resto del viaje.