Tras siete años en el cementerio, mi madre volvió de entre los muertos para contemplarme, al mediodía y bajo el sol, sentada en un banco de la avenida.
El suceso empezó a los siete años en punto, un viernes, en el mes de enero en que se cumplían los siete de su entierro. Yo salgo a fumarme un pitillo en la puerta del trabajo. A mediodía, esa avenida de ciudad de provincias está desierta. De vez en cuando veo deambular algún vecino, cubierto con la chilaba blanca de los viernes, silencioso y serio. Estoy completamente seguro de que no había nadie más a la vista. Cuando me doy la vuelta para volver a la entrada, la veo a ella. Es una viejecita que aparenta la edad que tendría hoy mi madre, de haber seguido viva. Unos 85 años. Hay algo natural en ella, algo liviano y espontáneo: dirías que es una abuelita del barrio que salió a pasear y se sentó a reposar unos minutos. Pero también hay algo extraño. Cuando la veo me sobreviene la sensación que sienten los diabéticos ante la inminente carencia de glucosa. Ella me mira fijamente, severa, sin pestañear. En su mirada hay una reprobación. ¿No le gusta que fume? ¿Me está reprochando algo más global e impreciso, como mi estilo de vida, mis ideas, mis preferencias, mis actitudes?
Cuando por fin pisoteo el pitillo con el puntero del zapato y vuelvo para la entrada del trabajo, camino ante ella. Nuestras miradas se encuentran. Tiene los ojos claros —mi madre los tenía negro azabache, por la parte murciana—. Pero es ella. La convicción es indudable. Deduzco que los fantasmas no pueden controlar tantos detalles y se centran en lo esencial, que es el tono de la mirada, del gesto. Si bien el color de sus ojos es erróneo, no lo es ni su vestimenta austera y envejecida ni la dejadez en el peinado, ni esas gafas bifocales tan fuera de tiempo.
El encuentro puede suceder cualquier día de la semana pero hay una preferencia por los viernes, que es el día infalible. Cada viernes está ahí, y cada viernes sostengo por más rato su mirada, y cada vez camino más arrimado al banco en donde está sentada, como desafiándola, incitándola a que me diga algo. Háblame de una vez. El último día en que nos cruzamos era un mediodía de mayo. El aire burbujeaba, como el aire de Venus: el calor era asfixiante y sin embargo ella llevaba una rebequita de blanco rosáceo abrochada hasta arriba. Ya sé que los viejos siempre tienen frío, pero no tanto. Tanto abrigo tenía que ser cosa de muertos, no había otra. Inicié un gesto, como quién se dispone a un comentario banal sobre la cosa del clima. Pero cuando me disponía a articular «¡Qué calor, y todavía estamos en mayo!» ella levantó la mano izquierda acompañada por un mohín censor, indicándome que no, que no dijese nada. Obedecí y proseguí mudo acera abajo hasta la puerta del trabajo y ni tan siquiera me di la vuelta. Si lo hubiese hecho, estoy seguro de que habría visto el banco vacío.
Pensé que quizás los fantasmas ensayan su condición y la perfeccionan poco a poco, y que ella está en un estadio en el que todavía no dispone de voz, aún no hay cuerdas vocales ectoplasmáticas bien pertrechadas en su laringe etérea. Y pensé muchas cosas más: que quizás me queda poca vida y acude para prepararme. O para exigírmelo, más bien. O para advertirme de algo malo que podría evitar. O sencillamente para ver qué diablos hace su hijo, y cómo es que trabaja en un barrio tan pobre y cómo es que confraterniza tanto con esos pobres moros, charnegos, africanos, latinos. Mi madre, aunque descendiente de madre murciana emigrada, siempre pensó que la descendencia es una proyección hacia la élite económica e intelectual, y cuando estaba viva ya me expuso su malestar porque dedicase gran parte de mi talento con los gitanos.
Es cierto: yo pude haber vivido otras vidas, más acordes con su idea del ascenso social y esas cosas, y no lo hice en parte por la rebeldía natural de la generación siguiente y en parte por ese extraño devenir de los sucesos, y por mi tendencia a dejarme ir a merced de la corriente del río, por la curiosidad de querer ver adónde me lleva la corriente si dejo de bracear. El día en que yo pueda hablarle y ella quiera escucharme le diré que la amo con locura de hijo prematuro en la orfandad, pero que, al igual que se puede vivir de muchas maneras, también se puede estar muerto de muchas. Y además no creo en fantasmas.