Empecé a los 25 más o menos. Me lo sugirió una amante, que también lo era del psicoanálisis en la versión del Jung tardío. Se trata de tener libreta y bolígrafo a mano cuando duermes, en la mesita de noche, y anotar en ella lo que uno recuerda del sueño nada más desvelarse, antes de salir de la cama y aunque estés a oscuras. A lo largo del tiempo he sido irregular en el propósito, de modo que no he conseguido cuajar un hábito sólido. La infidelidad y la pereza explican bastante bien quién soy. También le fui infiel a la amante que amaba a Jung.
Sin embargo, con el tiempo he desarrollado una memoria y unas estrategias que me permiten revivir partes del sueño bastante extensas que, una vez escritas, dan lugar a relatos coherentes. Aunque sean relatos extravagantes, tienen algún sentido. He encontrado repeticiones, patrones, esquemas reiterados. He soñado muchas veces los mismos paisajes y arquitecturas. Tanto es así que en el sueño me doy cuenta, con alivio o incluso con alegría, de que ya he estado allí. Hay una consciencia en la inconsciencia, una memoria del yo soñador. A veces siento algo así como una familiaridad con esos paisajes y casas soñadas, los reconozco como si fuesen reales y me reconforta estar en lugares conocidos. Aunque en esos lugares sucedan cosas bochornosas o ridículas, uno se siente bien en su casa porque tiene un cierto dominio del espacio, conoce sus rincones y sabe los trucos para escapar si la cosa se pone mala.
La capacidad para recordar, escribir y poder pensar sobre los sueños habrá sido, estoy seguro, una de las mejores cosas de la vida. No lo cambiaría por casi nada. Es algo así como percibir sensorialmente lo maravilloso. Con el tiempo, la memoria a veces se distrae entre lo soñado y lo vivido realmente y eso da pie a una confusión íntima, casi imposible de compartir con otros. He soñado sueños que cuestionan severamente cual de las dos realidades es la real. Estos sueños tienen un lado bueno: uno siente que vive una vida más amplia. O dos vidas. También tienen un lado menos bueno: te podrías meter en líos graves si no distingues bien.
En este punto, mi vida soñada me lleva a pensar en el infierno de la locura. Creo que el yo soñador ya está medio loco, porque a veces le espeta a un interlocutor: me importa una mierda lo que me hagas, porque sé que estoy soñando.
Hace un tiempo leí Inferno de Strindberg y una noche soñé algo relacionado con esa obra. Por la mañana me puse a investigar sobre el autor.
Descubrí que Strindberg fue diagnosticado de esquizofrenia, aunque se negó a recibir ningún tratamiento. En 1894 practicó la magia negra con una fotografía de su hija menor: le clavó pequeños alfileres en los ojos, derramó sobre la imagen unas gotas de su sangre y finalmente la echó al fuego del hogar. En este periodo de delirios y gestos parecidos al vudú, Strindberg leyó a Swedenborg, un autor esotérico y espiritista que cautivó (y alteró) a miles de hombres y mujeres de la época. Hoy, Swedenborg está casi olvidado. Pero su lectura sigue siendo bastante turbadora. O, por lo menos, muy inquietante.
El escritor sueco encontró respuestas a sus delirios en los textos crípticos de Swedenborg. Lo cuenta en la obra autobiográfica citada. En algunas de las fotografías que se tomó a lo largo de la vida (practicó a menudo el autorretrato), August Strindberg muestra una mirada verdaderamente rara. A veces como si estuviera poseso. En otras dirías que es un ser sin alma, vacío. Es como contemplar la fotografía de un cadáver. Después de haber visto sus fotos, he soñado varias veces más con él.
Hasta el punto de que, en ocasiones, he dudado si August Strindberg es alguien del mundo real o una creación de mis sueños. O bien alguien real pero que habita en otro mundo, un tipo que se ha colado por una grieta de luz desde la otra parte. Que las enciclopedias lo nombren no me resuelve la duda: nada ni nadie me garantiza que no estoy soñando una enciclopedia en una biblioteca, porque, al fin y al cabo, las bibliotecas parecen espacios más próximos al delirio y al sueño que no a este mundo dominado por el hormigón, el hambre, la furia y la codicia.