Los crímenes de Eros

Amores brujos

 

Contaré ahora un episodio inspirado en la historia de Protesilao y Laodamia, unos griegos que ni puñetera falta que hace que conozcáis. Lo importante es que lleguéis a percibir la escandalosa perversidad del asunto para disfrutarla en toda su infernal obscenidad. Así lo quiere Eros, inventor de travesuras a menudo repugnantes.

Ella no podía dormir sin él y cayó enferma. Me refiero a la joven Pudentilla, recién casada con el capitán de la guardia germana Lycaón Minus, que tuvo que salir a reunirse con su legión como una flecha la misma semana de su boda. Murió en cuanto pisó el campo de batalla. Entonces Eros, bajo los rasgos de la hechicera Prócula, aconsejó a Pudentilla, chica de pocas luces pero ardiente como una perra, que mandara hacer una estatua de cera semejante a él y la colocara en su lecho cual yacente enamorado. Así, al menos, tendría alguna compañía.

Junto con sus doncellas Flámina y Febronia —a su vez primas de Lycaón y también rubias— se dirigió al taller del artista escultor Karneades, esclavo imperial manumitido por la generosidad del emperador Cayo. El liberto las recibió respetuosamente y aceptó el encargo, por el que recibió un anticipo con retintín de oro en una bolsa de piel de gato. Karneades había visto una vez a Lycaón y quedó tan deslumbrado por su apostura que se sintió capaz de reproducir su cuerpo atlético y su rostro semejante al de un dios o, al menos, al de Aquiles. Queridos amigos, qué decepcionada me sentiría si alguien solvente me probara que Aquiles fue feo y barrigudo.

En fin, la historia de la maga Procusta es fantástica, pero no es éste el lugar para contarla, porque aquí quien actúa bajo su forma es Eros, ese dios al que los hombres y los dioses temen más que a las Furias del Averno. Sólo diré que había sido hecha prisionera y condenada a muerte, acusada de envenenar a un senador con setas. La verdad es que se trataba de un senador de medio pelo y aquello no molestó a casi nadie. Pero, además, sus brebajes se llevaron por delante a media corte imperial, y eso ya era más fuerte. Se dice que la ajusticiaron, pero no. La tenían presa por orden de Livia Augusta para usarla cuando conviniera, porque era sabia en tósigos y amiga de Hékate, doble mérito en cualquier currículum de la corte de los Flavios.

Pudentilla la hace venir cuando ya tiene la estatua en su poder y pagado el segundo y último plazo al artista, para que le confiera poderes amorosos. Ha quedado estupenda. Se diría que es más bella que el propio Lycaón. El niño divino la contempla divertido a través de los ojos de la bruja y escucha las palabras de la dómina enamorada como quien oye llover. A veces las maldades de Eros son medio inconscientes, como si se hallara en otra parte mientras las diseña o perpetra.

—Mientras Lycaón combata o juegue con sus camaradas en el Hades —dice Pudentilla a la falsa Procusta y a sus muchachas con acento entre lúgubre y ardiente—, esta imagen me recordará nuestros amores. A ella le dirijo las palabras tiernas, los discursos que le son destinados; es ella la que debe recibir mis abrazos. Creedme, esta imagen es más de lo que parece. La amo, la oprimo contra mi seno como a mi auténtico esposo y, como si ella pudiera responder a mis palabras, me quejo. Lo juro por su regreso y por él mismo, que es mi dios, por las dobles antorchas de Eros e Himeneo, por esta cabeza fabricada por las abejas que yo quisiera ver encanecer junto a la mía; yo iré como su compañera por donde me llame, le pase lo que le pase. Presta tú a la cera la palabra, anciana, y será Lycaón, pues de todo lo demás es capaz como he podido comprobar.

La fingida Procusta ríe esta última malicia y jura que dará vida a la figura para que haga el amor con la esposa como los hombres con las mujeres y no sólo como los falos de cuero inventados por los sacerdotes de Cibeles. Las Gracias la ayudarán, pues gustan de abandonar el corro de Venus de vez en cuando para divertirse libremente y sin atenerse al protocolo. Eros se orina por los rincones como un cachorro, ebrio de néctar y loco de alegría por su travesura.

Las mujeres veladas se dirigen entre las sombras al muladar de Gorgo, donde los guardias de la noche, los más abyectos entre los vigiles, pescan con un gancho a las prostitutas y los borrachos que encuentran muertos en el río y los arrojan a una fosa común. La bruja, devuelta a su cuerpo por Eros, que no puede llegar tan lejos en sus abusos so pena de castigos en el Olimpo, atrapa el alma medio podrida de un asesino muerto por sus cómplices y la encierra en una jaula de rezos.

Las Gracias, desde el cielo que se va cubriendo de nubes preñadas de rayos y truenos, contemplan el quehacer de la hechicera y, en la tierra, las rubias doncellas de Pudentilla ayudan a Procusta sin descanso. Todas cantan y hacen entrechocar los crótalos de hueso que han llevado en unos cestos junto con otros instrumentos indecibles.

Las tres mujeres se hacen sendos cortes en las manos y dejan que la sangre caiga al suelo. El espectro se abalanza sobre ella. Como no ha recibido las honras fúnebres, es un alma perdida y sin  escrúpulos. Procusta le declara su esclavo y lo conducen bajo la lluvia y los relámpagos a la domus. Allí, con sus malas artes, la maga funde al fantasma con la figura de cera en una terraza del norte, al tiempo que estalla un diabólico relámpago de luz negra. Las jóvenes, horrorizadas, caen al suelo. Procusta les hace levantarse a puntapiés para que depositen al espectro-muñeco en el lecho de Pudentilla. Eros dispara una flecha de oro a un talón del engendro de cera, que representa a Lycaón pero está habitado por un alma perdida.

No pasó una luna sin que la joven viuda sintiera que el falo de la imagen se hinchaba dulcemente dentro de sí y se movía, al tiempo que los brazos del maniquí se cerraban con ardiente pasión sobre su cintura y sus hombros, sus muslos de guerrero aprisionaban las delicadas piernas y su cabeza se volvía para besarla con una ternura que nunca antes había recibido ni del propio Lycaón vivo. Era éste bastante apasionado, aunque a ella le constaba que su preferencia, como la de sus compañeros, era mayor hacia Marte que hacia Venus. En suma, el Lycaón de cera con alma de criminal era una hermosa máquina de amar.

Cuando Júpiter supo todas estas cosas, unas por el copero y soplón Ganimedes y otras por Anteros, hizo que el padre de Pudentilla diera muerte a su indigna hija y quemara la estatua nefanda en un estercolero. El mismo rey de dioses, con ayuda de los Cíclopes, colgó por los pulgares de los pies a Eros sobre el abismo desde el mástil de una bandera del Olimpo, de donde Marte tuvo que descolgarle entre blasfemias y palabras malsonantes mientras Venus gritaba de desesperación ante una más de las maldades cometidas por el que decían sin razón que era su hijo. ¿Cómo iba a ser hijo suyo un monstruo tan vil?

Siempre me gustó la historia de Protesilao y Laodamia. No es ésta, aunque se le parece. Pero os advierto que todo debe ser más tóxico en mi versión, y estoy en ello. No se tratará de una conseja ni de un cuentecillo para pasar el rato. Cuando cierro los ojos veo en las rojas tinieblas males profundos, los cenagales del amor, puedo oler los establos donde se revuelcan las bestias que cría secretamente Eros. Continuaré trabajando para arrancar a Ovidio su secreto más recóndito, ya que sólo él lo conoce, y es remiso a soltarlo. Esto no va a quedar así.


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