Una taza blanca, pequeña, de porcelana fina sobre un mantel blanco, inmaculado, de algodón del Nilo. Y la mancha, una gran mancha irregular de café sobre el mantel.
Un café pesado, muy tostado, muy fuerte, que aún se puede oler en el jardín cuando Edith entra por la puerta trasera esperando hablar con su tía sobre aquel asunto sucio.
Sobre aquello que ha hecho y que es una mácula como la mancha de café sobre el mantel.
Edith grita llamando a su tía Fufa. Da vueltas por las azucenas, rodea el ciruelo, se acerca a los rosales, se pasea por la albahaca, por las margaritas que siempre dicen mentiras en cuestiones de amor, por la hiedra que se ha colado en la buhardilla hace tiempo sin pedir permiso, por el cedro japonés de la puerta de la entrada y se asusta.
Se asusta porque hace demasiado calor en aquel jardín que siempre ha sido fresco. Porque en aquel jardín siempre ha brotado el agua de la boca de un querubín en la fuentecilla y ahora no brota, pero el querubín sigue con la boca abierta por si acaso, y suda, nota que suda por las axilas y por el labio superior, y se le empañan las gafas y sigue gritando:
¡Tita Fufa, tifa Fufa!
Y nadie responde.
Pero eso no es lo peor.
Lo peor ni siquiera es el bochorno asfixiante y extraño.
Lo peor es el silencio, el aire estático que no permite que se expandan las ondas de sonido en el ambiente. Esa total y absoluta ausencia de movimiento en ese espacio antes grácil.
La taza sobre el mantel. Edith la coge, la mira, echa un vistazo a los posos que ha dejado el café arábigo que se consume en casa de su tía desde hace más de veinte años y concluye que su tía está muerta.
Ya no la vuelve a llamar, no hay necesidad de gritar su nombre porque entonces entiende todo y se siente liberada por no tener que explicarle a ella, a la rica de la familia, todo lo que podía ser causante de disgusto, todo lo que podía haber provocado que su tía Fufa la desheredara, y se da cuenta de que ese jardín en adelante le pertenecerá a ella.