Porque el mastín ladraba tanto se echó de la cama y corrió al establo. Era noche de luna llena. Veía la sombra de un hombre, pero al hombre no lo veía. Tampoco veía las vacas. Veía cuernos de vaca pero no la cabeza, ni el rabo, ni el cuerpo, ni las pezuñas de las vacas. Si el mastín ladraba con tanto ahínco era porque alguien estaba husmeando en la cuadra. Nada bueno cabe esperar de quien no entra por derecho, llamando a la puerta y con el debido respeto, que es como Dios manda. Agarró la escopeta del doce y metió dos cartuchos recargados con pólvora y plomos viejos, desclasificados del Ejército, que le regalaba el sargento, desde que intimaron en la gallera cuando el sargento todavía era cabo. El anciano se escondió bajo el cobertizo de la basura y estuvo al acecho. Tenía el propósito de evitar el robo y de abatir al impertinente amigo de lo ajeno. Allí lo despertó la luz del alba y el ruido de la hija cuando salió a echar a las palomas los restos de la cena. Interrogado por esta, Pedro Nolasco narró lo que había visto y lo no visto, y alegó que se quedó dormido con la escopeta en brazos y el cigarro colgando del labio. Dieron una vuelta a la estancia. No había daño en la vaquería ni falta ni deterioro alguno en los aperos. “A tu padre le ha dado la luna en la cabeza y se dañó la sesera, Paquita; tenemos que hacer por vigilarlo”, concluyó el yerno con ajustado criterio.
En su fecha vino el pagador a entregar al abuelo el bono mensual de subsistencia. La hija intentó ponerlo a buen recaudo, pero Nolasco le cogió las vueltas, de manera que, a poco de marchar el funcionario, nadie del mundo, salvo su padre, conocía el paradero del dinero. Dos días después, el abuelo se bañó completo, de arriba a abajo, se compuso con la mejor ropa y bajó al pueblo. Era jueves primero de mes y los quincalleros remedadores de ollas, los vendedores ambulantes y los pajarilleros de la comarca aparcaban sus tenderetes, mesas y jaulas en el Parque Municipal, y allí trajinaban con los demandadores de bienes y servicios. Pero Nolasco no paró con ellos. Recaló en la casa privada de una novia secreta que él tenía y que recibía y cobraba por horas, bajo control de un varón con orejas como soplillos y ojos de búho escrutador. Tras cotizar en la pagaduría lo que debiera pagar, que fue bastante según liquidación practicada a ojo por el búho, lo poco que quedó del bono mensual lo invirtió Nolasco íntegramente en lotería, asunto al que profesaba gran devoción. No hay lugar para el ahorro cuando uno es viejo y el tiempo escasea más que el dinero. El golpe ha de ser uno y certero y de serlo sobre todo ha de ser pronto. Pedro Nolasco tuvo el pálpito de que aquella vez saldría premiado el número que él tuviera el capricho de determinar, y tomó el 5775 que colgaba del avance superior del pupitre, y era como si lo estuviera llamando desde dentro del cuarto del lotero cuando él pasaba calle abajo. Tuvo que dejar fiada, en el almacén de venta a crédito de los árabes, la pollera de encajes que trajo como presente a su hija, doña Paquita, en su afán de compensar y hacerse perdonar los malos ratos que le daba.
Doña Paquita agradeció la pollera, lo que no eximió a Nolasco de ser directamente interpelado sobre la paga, a lo que este respondió que había de estar donde siempre la dejaba. Buscaron hasta bajo las piedras y no la hallaron. “Habrá sido el caso que volviera la sombra sin cuerpo del otro día a repetir con mejor suerte”, concluyó Nolasco. Y se apostó durante las diez noches siguientes esperando que el ladrón regresara por nuevo alijo. En castigo por su mala acción consintió la hija que mal durmiera el padre en el apostadero. Al décimo día le participó que había aparecido el dinero dentro del bolso en una ropa que revisó antes de lavar. Ofreció el dinero a Nolasco pero este lo rechazó, encargando a doña Paquita que lo empleara en el gasto de la casa, comisión que esta aceptó, y cumplió como era de esperar, pues el dinero salió de los ahorros que ella fue acumulando en las sisas que poco a poco mordiera de una y otra cosa. Todo esto se ha conocido porque doña Paquita lo narró con lujo de detalles a su hija Mayra Alexandra, que emigró a España cuando era costumbre hacerlo, y que había encontrado a un guardia civil sin más compañía que su perro Draco, y que vivían en una casa cuartel de un pueblo de Aragón.