Me levanto tarde, abro la persiana que da al oeste y miro fijamente el perfil de la sierra recortándose en el cielo azul brumoso de julio. Ella no está. Mi gata, siempre una sombra rayada rozando mis pasos, frota su cabeza contra mi pierna y me empuja hacia su plato de comida vacío. Llevo solo en esta casa de campo tres meses: no quiero ver a nadie; nadie quiere verme a mí. Desde que murió mi mujer, en el mismo instante que dejó de respirar y sus dedos se aflojaron en mi mano, me di cuenta de que vivía por ella, de que ella era el referente, el catalizador que me permitía interactuar con los otros. Ella hacía que la vida fuera soportable, que no me sintiera un ser extraño en medio de aquella gente que no comprendía. Cuando estaba con los otros, en el bar de la plaza, en una cena de “amigos”, yo siempre a su lado, ella tenía una especie de magnetismo especial, atraía las miradas y se convertía en el centro sin que nadie lo discutiera. Imagino que los otros recordarían mi cara a su lado, en un segundo plano, desenfocada y sin expresión. Yo me limitaba a asentir con la cabeza y decir alguna palabra redundante en el estúpido tema del que estuvieran hablando. Si haces eso todo el mundo cree que eres normal. Pero yo no era normal. Ahora que ella no estaba, no soportaba la idea de que los otros siguieran con sus vidas, que en esa simple memoria colectiva perdurara la imagen de su persona, el eco de su preciosa voz. Era mía y nadie debería recordarla. Así me sentía yo, enemigo de los otros. Saqué la escopeta de la funda de gamuza, una repetidora Beretta de cinco tiros, la cargué con cartuchos de posta, me senté en el porche y esperé hasta la noche.
Llegué a la plaza del pueblo pasada la media noche. En el local multiusos la verbena estaba en todo su apogeo, las mesas dispuestas enfrente del entarimado donde un cantante destrozaba canciones olvidables, la gente bailando con los vasos en la mano, colores de papel y alegría de plástico. Nadie se fijó en mí hasta que me puse al lado del cantante; le pegué un culatazo y cayó redondo mientras la música seguía sonando sin voz. Apunté a la multitud, disparé una vez tras otra hasta que acabé la munición. Para entonces la pista era un charco de sangre y la gente salió en estampida. Recargué y esperé a la policía local, dos tipos con uniformes ajustados azules y pistola en mano que me gritaban con voz muy grave no sé qué. Se había alejado el griterío y la gente chillaba y lloraba a lo lejos. Les dejé acercarse, dispararon dos balas, pasaron silbando cerca, no demasiado, debía de ser la primera vez que lo hacían. Les volé la cabeza en un segundo, seguro que les daban una medalla. Se acabó. Apoyé la escopeta en el suelo y el cañón apretando el cuello, bajo la mandíbula. Miré a la pared y vi la imagen de mi esposa sonriendo enmarcada en la sangre granate que resbalaba por las paredes. Apreté el gatillo devolviéndole la sonrisa.
Ilustración: Ade Santora