Antes de 1837, Georg Büchner escribió el drama en 26 escenas titulado Woyzeck. En una de ellas Woyzeck se arrodilla en el suelo, lo golpea y exclama: “¡La tierra está vacía!”. El lector debe pensar que Büchner alude al vacío de sentido, al absurdo de la vida o a la estupidez que asoma, con tantos ejemplos, en cada capítulo de nuestra historia. Sería muy osado y bastante descabellado creer que el escritor de Darmstadt se refería a un vacío literal, de orden geológico-especulativo. Sin embargo, en más de una representación teatral se subraya la frase y los golpes del protagonista con un efecto sonoro de eco, dando a entender que el suelo que pisamos está hueco.
A lo largo del tiempo y a lo ancho del mundo, la idea de que bajo nuestros pies hay un vacío que alberga un mundo secreto ha tenido mucho éxito. Des del Chibalbá de los mayas hasta las antiguas mitologías babilónicas, egipcia, griega, romana, etc. y pasando por el infierno del catolicismo, la sospecha de un mundo subterráneo se expresa en infinidad de creencias y de textos.
En literatura (menciono sólo escasos ejemplos) hay que hablar del interior de la Tierra al que Jules Verne mandó una expedición, una novela de E.R. Burroughs, otra de Edward Bulwer-Lytton y algunas referencias en Lovecraft (El modelo de Pickman, en donde se sugiere que el interior del planeta está habitado por una sociedad de hombres degenerados hasta el bestialismo).
En el universo del esoterismo es preciso mencionar a Athanasius Kircher y su interpretación del misterioso Manuscrito Voynich: el cura jesuita del XVII asegura que el libro es un tratado sobre la fauna y la flora del submundo, escrito por uno de sus habitantes.
En tiempos recientes y en el contexto militar -más serio y competente- encontramos al doctor Heinz Fischer, que convenció a Hitler para que financiase costosas expediciones y tremendos ingenios bélicos, basándose en la teoría de la “tierra invertida”. Según Fischer, somos nosotros quienes habitamos el interior de la tierra, centrifugados hacia la pared. El Sol y la Luna serían dos pequeños astros situados en el centro de una esfera vacía.
Puedo contar que he visitado en dos ocasiones una de las posibles entradas al mundo subterráneo. Se trata del “agujero de Sant Ou”, en una comarca de la Cataluña interior y carlista. Es una sima vertical que un cura espeleólogo exploró por primera vez a principios del XX. La afición excursionista y exploradora es algo común en los pastores de la iglesia catalana, y ha dado lugar a algunos éxtasis místicos, pero lo más frecuente es que haya inspirado delirios nacionalistas. Es por este motivo que Franco desconfió de las agrupaciones excursionistas.
La primera vez que visité el agujero en la tierra fue a los 19 años, con un compañero de estudios. Apenas a 200 metros de la sima hay un refugio para espeleólogos en donde pasamos la noche. Allí nos encontramos con un grupo de siete hombres dedicados en cuerpo y alma a ingerir ron quemado (un brebaje típico de las poblaciones marineras, cosa que nos extrañó). Nos invitaron a compartir la velada y el alcohol, aunque estuvieron hablando en clave todo el rato. Nosotros dedujimos que trataban sobre drogas y trapicheos. Nos acostamos muy borrachos. A la mañana siguiente amanecimos solos. Los tipos no estaban ni vimos ningún rastro suyo, como si los hubiésemos soñado. La pulcritud con que borraron sus huellas nos pareció fabulosa, inquietante.
Mi compañero murió hace un tiempo. Me enteré por un conocido común, ya que años atrás discutimos por diferencias políticas, lo mandé al infierno y jamás volvimos a hablarnos. Muchas veces he pensado, asustado, en la eficacia de mi maldición. Uno cree que este tipo de expresiones (vete al infierno) son pura retórica. Ahora ya no se qué pensar.
He regresado al agujero en la tierra hace poco. 30 años más tarde y justo después de conocer la defunción de mi antiguo amigo. He encontrado el refugio. Un incendio lo ha arrasado. El fuego ha destruido toda la madera y gran parte del edificio. El techo está hundido. Las autoridades precintaron la puerta. Es ridículo, ya que el interior de la ruina es accesible por donde quieras. La humedad y la madera carbonizada desprenden un hedor intenso, insoportable, un perfume maligno.
Me he fijado en que las llamas se ensañaron especialmente en el rincón frente a la chimenea donde estuvimos bebiendo con los hombres provistos de la maravillosa facultad para desaparecer.
Después de dar vueltas por entre la maleza durante más de una hora no pude dar con el agujero en la tierra. Como si alguien o algo lo hubiese clausurado.