Me despierto asustado, no sé que he soñado. Tenía cogido de un hilo el sueño, se me escapa como un globo de helio. Lo veo desaparecer en el aire, sale por mi ventana, es de color rojo y parece que se ríe de mí mientras asciende y se pierde en una nube. Me ciño a la rutina para empezar un día más. No queda leche, me preparo un café solo, dos cucharadas de un polvo soluble que me resulta amargo como el mismo sueño que ha escapado. Tengo que salir de esta casa, siento que hay alguien que me vigila, alguien que me ha robado ese sueño. Cuando me miro al espejo parece que ese alguien me mira, quizás soy yo mismo, ¿cómo voy a saberlo? Vivo solo apenas hace un mes. No sé si soy capaz de convivir conmigo. De momento controlo a mis fantasmas y no molestan demasiado. Duermo cuando tengo sueño, como cuando me entra hambre y, cuando salgo al exterior, el mundo me parece extraño, no reconozco a gente como yo. Quizás no la hay. Intento conversar, a veces conecto la mirada con alguien, generalmente una mujer algo más joven que yo, cualquier camarera o dependienta que nota que no soy normal, que está harta de la normalidad. Me siento en una terraza, pido una cerveza, saco mi libreta de mano, escribo lo que me viene a la cabeza, me monto un calendario en una página, hago círculos en los sábados y domingos y fiestas de guardar, me gusta saber si los que me rodean están trabajando, si los bares que frecuento cierran ese día o si puedo comprar el pan en un horno o tengo que ir a un paquistano que sonríe y me mira como si fuera un agente de inmigración. Miro, oigo las conversaciones alrededor. Nada interesante por lo general. Cotilleos de familia, proyectos de vacaciones, hipotecas por pagar, ideas absurdas para hacer dinero. Llevo una hora sentado en una silla metálica que se clava en mi espalda, me canso, llamo a Lola, la camarera, que me sonríe y se aparta el pelo detrás de la oreja con ese gesto tan femenino que tanto nos pone a los hombres. Desde que estoy aquí solo hablo con ella.
Voy andando hacia mi casa, que no es un hogar, solo un refugio donde me escondo. Me doy cuenta de que ando sin rumbo, está oscureciendo y las farolas de la ciudad empiezan a encenderse en ámbar, poco a poco, como si iluminaran el funeral de la muerte del día. Me encuentro en una calle larga y silenciosa que no conozco, solo oigo mi caminar, un sonido rítmico al que intento darle fuerza para tranquilizarme y encontrar el camino a casa. Empiezo a oír un eco a cada paso que doy, alguien detrás de mí que no veo me sigue y repite el ruido de mis pasos. Si me detengo, se detiene. Si corro, corre detrás. Vuelvo el rostro y no hay nadie. Me escondo en un portal oscuro y espero. Todo es silencio. Empiezo a pensar que cada vez estoy más paranoico. Nadie me sigue, ¿por qué me iba a seguir nadie si no me intereso por nadie? En ese momento aparece una sombra que me ignora y sigue andando en otra dirección. Ahora soy yo el que va detrás de esa sombra. La persigo a distancia, no distingo siquiera si es un hombre o una mujer, no quiero saberlo, solo es un objeto borroso que dobla esquina tras esquina, calle tras calle, sin gente y sin ruido en todo el trayecto. Finalmente se para ante una casa antigua, se sienta en los escalones de la entrada y me mira sin verme, no tiene cara. Me armo de valor, me acerco y cuando estoy a unos metros de esa sombra, desaparece en el aire. Estoy ante la puerta de mi casa. Aturdido, abro la puerta, subo hasta mi apartamento y descubro atado al pomo de la puerta un globo rojo que parece saludarme y se mueve en el aire. Ni lo toco, lo ignoro, entro y me siento en el sofá, me sirvo una copa de vino y pierdo la vista en el vacío.
Otra noche de mierda en esta ciudad. Un sonido chirriante rompe la escena. Es el teléfono. Descuelgo y una voz de mujer me dice: «Hola, soy Lola, acabo ahora mi turno, te apetece tomar una copa?» Cuelgo sin decir nada y una ráfaga de aire fresco entra por la ventana y agita las cortinas. Mañana le contestaré.
Fotografía Lukas Reig.