Personajes
La escritora. Manuelo, el gato de la escritora. Eros, dios del amor. Anteros, hermanastro de Eros, que deshace sus entuertos. Plutón en su estruendoso carro. La cortesana de Alejandría, resucitada por una flecha de Eros. Críspulo, cristiano víctima de la flecha pareja, enamorado de la cortesana. Venus, diosa del amor. Harmonía, hija de Venus y Marte. Esculapio, patrón de la Medicina. Hades, infierno.
Desarrollo
Estoy resfriada y sin mucha energía, pero me gustaría entregar a La Charca una pincelada de la novela en la que estoy inmersa para que no me olviden los queridos batracios. Me he tomado, sin la menor esperanza, un Frenadol, cuyo burbujeo al menos me gusta como el del agua de San Benedetto. El gato se ha acurrucado en mi regazo, encantado de poder gulusmear mis energías negativas, pasándome la áspera lengüecilla por la cara y las manos. Su aliento es fresco como si acabara de comer carne cruda. Sin fuerzas para quitármelo de encima, apoyo mi cabeza entre los brazos cruzados sobre la mesa y trato de imaginar qué hace en este momento el pequeño gran dios Eros, mi protagonista. Por la mañana lo entreví sentado en lo alto de la puerta del jardín, jugueteando con el arbusto de lilas blancas. O, mejor dicho, aporreándolo con el arco. La cabecita triangular del gato descansa ahora sobre sus patas, encima de mis muslos. Se dispone a acompañar mi ensoñación. Nada gusta más a los mininos que sumergirse en la jalea onírica de sus dueños. ¿O debería decir esclavos?
—Algo me ha despertado —dice Eros en mi cabeza embotada, desperezándose entre las pieles blancas de su lecho olímpico en forma de esquife dorado.
A los pies de la cama, el fiel Anteros da brillo a las puntas de bronce de su arco con un pico de la colcha, que no se ensucia porque la ropa de cama olímpica tiene la cualidad de permanecer inmaculada.
—No he oído nada —dice Anteros a su hermanastro—. Aquí todo el mundo duerme la siesta, incluida la escritora.
—Si la escritora durmiera, no estaríamos hablando, bobo. Te digo que he oído un apagado estruendo, un resonar en las entrañas de la tierra, como cuando pasa el carro de Plutón arrasándolo todo.
—Habrá sido una rata.
—Que no, que ha sido algo del más allá. Tú con tal de llevarme la contraria…
Como dando la razón al pequeño dios, el suelo se abre en mitad de la alcoba rodeada de columnas y surge la cortesana revenida de Alejandría del cuento anterior —que ya tengo aceptado y pagado—, convocada por Venus, harta de las trapacerías habidas y por haber del niño Eros.
—Anda, ¿qué hace aquí ésta? —pregunta Eros rascándose la cabeza, de la que surge y huye una abeja. ¿No deberías estar con tu amante, Críspulo el cristiano, con quien te emparejé en un alarde de arte y ensayo nigromante, hermosa, para que no murieras del todo?
—Vengo a pedirte un favor, señor y dios mío, pues el pobre Críspulo, a quien me diste por compañero en la muerte, ha fallecido en la cruz por manos de romanos y yo me he quedado sola y mal vista por toda Alejandría, a causa de mi muerte en vida o vida en muerte, o lo que sea que tú me impusiste. Le echo de menos, pues resultó ser un buen alcahuete y un excelente marido, al que amé con el fuego de tu flecha. Yo, en el estado en que me encuentro, ni viva ni muerta, necesito a alguien como él, que vele de mí, pues soy tan pobre que no puedo permitirme una esclava cuidadora. Además, por mi estatuto de muerta viviente, no puedo recibir las prestaciones de dependencia de la Seguridad Social.
—¡Oh, Críspulo, cristiano y alcahuete de muerta, y crucificado, por si fuera poco! ¡Muy bonito! ¿Pues, qué? ¿Quieres que yo lo resucite? Eso es imposible, mujer… Sólo el padre Júpiter resucitó a alguien una vez, y fue a Esculapio, a quien ascendió de medicucho a divinidad olímpica porque le libró de un dolor de muelas. Anda, vete y sigue con tu oficio, si no en Alejandría, que lo entiendo, en Antioquía o en Roma, que allí no le hacen ascos a nada. Y déjate de alcahuetes. Donde esté una buena vieja alcahueta, que antes fuera cortesana…
—Ay, señorito, pero ¿no me haría usted el favor? ¿Qué le cuesta? A usted no van a decirle nada… Es usted un dios hijo de dioses…
Anteros ha dejado el arco en el suelo y escucha atentamente la conversación de su hermanastro con la difunta. Influido por su madre Venus, la cortesana le da pena, pero de momento no sabe qué hacer por ella. Ignora si él mismo tiene poderes para matar a una muerta y, menos aún, enamorada por una flecha de su hermano.
Sus ojos, paseándose por los alrededores de la cama, reparan en sendas copas de néctar, la de Psique —que duerme en un rincón de la enorme cama espumeante de pieles y rasos, y la de Eros, en las mesillas de noche. Toma la de Psique e, inspirado por Venus, se la tiende a la suplicante, por ver de aliviar sus congojas.
—Toma, mujer, bebe, que de donde tú vienes siempre se llega sediento.
—Ay, gracias, señorito, se ve que es usted de buena cepa.
Antes de que Eros pueda impedirlo, la mujer toma la copa y bebe ávidamente. Y según bebe, se va borrando como si pasaran sobre su imagen una esponja empapada en agua y vinagre.
—¡Ahí va! —exclama Eros—. ¿Qué has hecho? ¿Se marcha sin despedirse?
—Se marcha, pequeño, se marcha, y ni siquiera entrará en el Hades, sino que, como ves, se deshace en la nada como una ilusión —dice risueña Venus desde las sombras, envuelta en un manto violeta, como siempre que se relaciona con la muerte—. Ahí tienes el resultado de tus acciones. Si quieres, también se irá esta otra —añade señalando a la inmensamente bella Psique, que duerme la borrachera de ambrosía junto a Eros, totalmente ajena a lo que allí se dice.
—Ni se te ocurra, por Júpiter. Psique es mía y la quiero conmigo.
—Te la cambio por mi hija y de Marte, Harmonía, que al fin y al cabo es diosa. Por sus venas corre néctar y nunca le ocurrirá como a esa mortal que tienes por esposa a causa de tu mala cabeza, que acabará muriendo como todos los de su raza, incluso los resucitados, como se acaba de ver en este ejemplo.
—¡Déjame en paz, tía Venus, mira que eres pesada!
Anteros contempla la escena sonriente, apoyado en un velador, con las manos sosteniendo la linda cabecita. Acaba de aprender que los muertos no soportan la bebida de los dioses y se disuelven en el aire como gotas de miel en el agua.
Y mi gato, asustado por algo que no puedo ver, salta desde mis piernas y tira al suelo el vaso donde se disolvió la medicina efervescente. Con todo este jaleo, se me acaba de ocurrir cómo deshacerme de unos cuantos zombis que están brotando en la novela.