La muerte y sus premoniciones en Eliphas Lévi y Gérard de Nerval

La sombra liberada

 

Eliphas Lévi (de nacimiento Alphonse Louis Constant) es un tipo entrañable, un embaucador con tintes de iluminado pero también un ser torturado y oscuro. Brillante y turbio a la vez. Un hombre paradigmático de su siglo. En 1845 tuvo un presentimiento funesto, sintió que las sombras se acercaban y soñó que podría descifrar sus secretos en Londres. Se mudó a esa ciudad.

Una vez allí enfermó seriamente. O quizás una enfermedad previa se desarrolló y desplegó sus alas. Comenzaron los delirios, las visiones del abismo, los trances. Muy debilitado y sin haber dado con ninguna certeza, Levi regresó a París poco antes del levantamiento popular conocido como la Comuna, que le privó de sus ingresos. Desde la ventana de su humildísima buhardilla vio los disturbios, los fogonazos de los disparos y los gritos y los cadáveres en las aceras, como perros atropellados. Lévi murió cuatro años más tarde entre terribles jaquecas.

Gérard de Nerval (pseudónimo de Gérard Labrunie) es un poeta parisino contemporáneo de Lévi. El primer traductor de Poe a una lengua romance. Su obra poética cae en lo que se denomina el romanticismo oscuro, simbolismo críptico. Y sus relatos son fabulosamente lúgubres, esotéricos. En alguna parte dejó escrito que algo muy malo sucedería en una “noche blanca”. Amaneció cadáver en una calle de París el 26 de enero de 1855. Durante la noche había nevado, y tanto su cuerpo como el resto del paisaje estaban cubiertos por una delicada pátina blanca y reluciente.

A ambos autores franceses los conocí, como lector, antes de los 30 años. A esa edad en que la salud es lo que menos le preocupa a uno, cualquier relato de fantasmas, vampiros y otras metáforas de lo nefasto es enormemente placentero. Y muy estimulante. Uno ya sabe que existe algo que se llama el fin de los tiempos, y se complace en verlo convertido en literatura de la buena, con presagios y decorados góticos. Mi álbum de Tintin preferido es “La estrella misteriosa”, en el cual el héroe sufre una visión premonitoria del fin de sus días (algo lisérgica, por cierto).

Llegado a los 50, ese tipo de historias ya no me sientan tan bien. Aprecio los artificios y las descripciones bien hechas, y sigo releyendo los cuentos de Lovecraft. Pero me doy cuenta de que mi lectura tiene otro tono. Quizás más grave y más distante. Más acongojado. Hace poco leí “En la orilla”, la penúltima novela que publicó el valenciano Rafael Chirbes. A Chirbes lo leí por primera vez cuando ya estaba muerto, como a Lévi y a Nerval. Chirbes tiene una página fantástica en la que habla de los cementerios y los muertos en la orilla del mar Mediterráneo, y dice que en nuestra latitud los fantasmas no tienen sentido. Los cementerios mediterráneos son lugares soleados y polvorientos, sin aquellas brumas que promueven los imaginarios fantasmales del norte. Aquí la muerte es otra cosa.

Hace pocos años asistí al entierro de un familiar. Los operarios abrieron el nicho con tan poca pericia que, desde el interior del agujero, se les escapó un cráneo recubierto de pelo castaño. Salió rodando y estalló en el suelo con un crujido sordo. Lo recogieron con una profesionalidad impersonal y mecánica, y lo metieron para adentro de nuevo con dos empujones. Debo decir que los espectadores (todos descendientes del cráneo huidizo) nos reímos de la anécdota poco más tarde, en la cafetería del Tanatorio, entre coca-colas y demás derivados de la cafeína. Chirbes tiene razón: en el mundo mediterráneo –y español–, el asunto de los muertos es más bien cómico y patético.

A finales del siglo XIX, el veterinario, taxidermista y mediocre frenólogo Francesc Darder construyó un museo de ciencias naturales en Banyoles, un pueblucho cercano a Gerona a donde había ido con la pretensión de curar su enfermedad reumática. Lo llenó de horribles criaturas disecadas, entre las cuales un bosquimano. Compró infinidad de momias egipcias, que sortearon los controles de la aduana con éxito, declaradas como bacalao en salazón. Murió poco después de esa genial y pre-surrealista muestra de humor macabro.

En España no hay lugar para los fantasmas y las premoniciones son ridículas. Los cadáveres y las mojamas se parecen demasiado, y a la gente le encanta comer jamón, que es un fragmento de cadáver animal secado al aire. Aquí no hay presagios oscuros: todo es diáfano y soleado.