La madre de Vargas

La sombra liberada

 

El escritor comprometido verdaderamente con la literatura es aquel que vendería su madre a una red de trata de esclavas por escribir una buena novela. Algo así dijo un joven Mario Vargas Llosa poco después de publicar “La ciudad y los perros”. Hay que añadir que iba en serio, y que Vargas es partidario de “primero escribir, luego vivir”. Esas opiniones suenan exageradas y extemporáneas en el civilizado mundo europeo, educado y decadente. Quizás sería oportuno referir las peculiaridades de la familia del escritor, pero estos datos están a la disposición de todo el mundo, de forma que cualquiera puede satisfacer su curiosidad, si la siente.

Vargas no es el mejor escritor en lengua castellana de los últimos siglos por azar. Su maestría se debe a un genio innato, sin duda, pero sobre todo a su compromiso, radical y rotundo, con la escritura. Yo le creo cuando dice eso de venderse a la madre. El artista debe estar dispuesto a todos los sacrificios. Incluso a sacrificar a otros. En varias ocasiones he preferido quedarme en casa escribiendo aún siendo nochevieja, mi cumpleaños y otras fiestas de guardar. Primero escribir.

Sin embargo, la mención a la madre esclavizada me lleva, inevitablemente, a visualizar a la mía metida en un cuartucho oscuro, con paredes enfermas de lepra, ovillada y apretujada junto a otras esclavas, vestida con harapos, ajada, sucia, polvorienta, rota. Es una imagen que podría volverse recurrente y obsesiva una vez ensayada por la imaginación. Intento deshacerme de ella. Es curioso que exista tanta literatura (buena y mala) sobre el amor maternal, y tan poca sobre el amor filial. Determinadas muestras de amor filial incurren en el sentimentalismo más abyecto y penoso, o bien son materia de psicoanálisis.

Entre los buenos textos sobre el asunto recuerdo un cuento espeluznante de Máximo Gorki: “La madre del monstruo”. Y la terrible e hipnótica “Madre e hijo”, la película de Aleksandr Sokurov. Esta cinta la vi poco después de la muerte de la mía, que falleció en enero de 2011 y se libró así de caer en manos de la mafia de la trata de seres humanos para dar un empuje a la carrera literaria de su hijo.

El azar quiso que fuese yo quien encontrara su cuerpo, sentado, ya frío, en la soledad y la penumbra del piso demasiado grande para una mujer no muy mayor pero severamente enferma. Le cerré los ojos con la mano derecha, y detuve el gesto en su mejilla, como creyendo en algo misterioso e inefable, en el poder del milagro por un instante casi eterno, relámpago sobre el agua. Al cabo de unos segundos, mis dedos empezaron a enfriarse. Le estaban transmitiendo el calor leve del mamífero a un rostro gélido que llevaba varias horas muerto. El momento más intenso y brillante de nuestra relación sucedió ahí. En la milésima de segundo en que creí.

Luego escribí bastante sobre ella, sobre su muerte y sobre su vida, sobre las libretas con sus diarios que encontré en los cajones más recónditos. Caí varias veces en un lirismo y un sentimentalismo que ahora me avergüenzan y me sonrojan, y que apenas soy capaz de releer. Solo en las noches tristes y meláncolicas de las que suelo huir mirando películas de serie B (zombis, monstruos lovecraftianos, las vampiras lascivas de Ricardo Franco). Pero no reniego de eso, ni siquiera lo lamento.

Entre los papeles de la madre muerta (esa letra educada, femenina y redonda que recuerda tanto a la mía) leí secretos antiguos y la casi beata correspondencia amorosa con mi padre cuando eran novios. Ella practicaba el viejo cristianismo puritano y algo bobalicón de una niña educada en el miedo y la postguerra, fantasías de una humanidad esencialmente buena y espiritualizada por el hambre y el racionamiento.

Creo que yo no hubiera sido capaz de venderme a la madre a cambio de ser un gran escritor. Sin embargo, poco tiempo después de su muerte retomé la escritura y publiqué dos novelas en poco tiempo.