La fiebre amarilla

La sombra liberada

 

Cuando era pequeño me gustaba ponerme enfermo. En vez de ir al cole me quedaba en la cama y, además, era objeto de una atención exquisita por parte de mi madre que solo me era dispensada en caso de enfermedad. Incluso mi padre, contra pronóstico, devenía dócil y solícito. Luego, en función de la gravedad, llamaban al doctor Queraltó y entonces acudía el médico, al atardecer, en cuanto terminaba de pasar visita en su consulta, en la parte alta de la ciudad. El doctor Queraltó era un tipo alto, serio y elegante, de tez blanca y alargada, manos grisáceas. Daba un poco de miedo porqué se parecía a Vincent Price. Era un conocido de la familia, me decían, de hace muchos años, aunque jamás comprendí cómo pudo surgir la amistad entre un doctor de los barrios altos y un obrero de la periferia. Pero como para un niño todo es un misterio, no tenía nada que objetar.

La conducta alterada de mis padres y la presencia del médico inquietante me hacían sentir como un joven príncipe antiguo, habitante de un castillo decadente. Mi habitación de bloque de barrio se convertía, por unos días, en una cámara enorme que olía a moho aristocrático. Y además estaba la fiebre. La fiebre me regalaba, en sus momentos agudos, unos sueños tan tremendos como fabulosos. Cuando despertaba, agitado y sudoroso, pasaba horas saboreándolos, recreando sus imágenes oscuras y angustiantes. Me fascinaba que se produjeran, en mi mente, escenas de cosas, lugares y situaciones que no había visto jamás y que no eran únicamente mías sino que, además, pertenecían a un mundo terrible y desconocido al que solo yo podía acceder. ¿Qué enigma ocultan los virus que se alojan en nuestro cuerpo? ¿Son los mensajeros del más allá?

Con el paso de los años, las atenciones de mis padres cuando estaba enfermo menguaron hasta desaparecer. Y cuando desaparecieron mis padres, de la enfermedad ya solo me quedaba el regalo de la fiebre con sus sueños barrocos. Aunque lo pasé mal con las infecciones o las gripes virulentas, siempre guardo los sueños febriles como un tesoro que luego analizo y sobre los cuales elaboro hipótesis buscando señales, intenciones metafóricas o artísticas, indicios de algo.

En una ocasión, aquejado por ciertos problemas mundanos que me tenían muy preocupado, recurrí a la fiebre como el toxicómano a la heroína. Me duché con agua fría y, sin secarme, me instalé desnudo un buen rato en el balcón del piso (por pudor y respeto para con mis vecinos, me cubrí lo indispensable con una toalla). Estábamos a principios de febrero y hacía mucho frío. Fui correspondido con una bronquitis infecciosa que me provocó unas pesadillas muy poderosas, redondas y completas, con unos visos de verosimilitud muy preocupantes. Tardé unos días en acudir al ambulatorio a por medicación y lo hice cuando empecé a temer por mi vida. Por entonces, ya me había sustraído a mis problemas. La doctora que me visitó me amonestó, muy severa. Nada que ver con la dulzura de mi madre, desde luego. Y, además, la doctora se parecía a la Simone Signoret de Las diabólicas con unos años de más. Quizás debería haber sospechado que algo andaba mal. Tanto la doctora como algunas cosas que había visto por la calle, camino de la consulta, parecían alteradas. Pero como yo seguía con fiebre muy alta lo achaqué todo a mi estado.

Mientras la médico escribía su receta me siguió preguntando. Y me temo que yo, con la guardia baja, debí traicionarme, ya que ella dedujo que me había inducido la enfermedad. “Eso es muy peligroso, aparte de estúpido. Parece mentira, en un hombre de su edad”, me espetó. Intenté explicarme con medias verdades pero no encontré comprensión. Me fijé, entonces, en ciertos complementos que lucía la doctora, y en algunos objetos que decoraban su mesa de trabajo. El color amarillo chillón era el común denominador de todo aquello. Sentí como algo me oprimía la garganta. Pensé en el más terrorífico relato que jamás he leído, El rey amarillo, de Chambers. Huí más que me marché del consultorio. Pasé por la farmacia. Una vez en casa, consulté en Google lo que se cuenta de la fiebre amarilla. Y encontré cosas referidas a una enfermedad tropical transmitida por mosquitos, pero no vi que se mencionasen delirios. Muchos soldados retornados de Cuba, tras el desastre en el XIX, la sufrieron. Escribí un cuento antes de curarme, aprovechando los últimos retazos de mi enfermedad. Aunque creo que jamás he sanado por completo. Sigo viendo cosas terribles y vivo presa de malos augurios.