La yegua resbaló en la esquina. Al estruendo de los cántaros, la doméstica de don Alvaro, que trajinaba de espaldas a la calle, volvió la cara y miró de frente. También miraron las vecinas, pero no repararon tanto en el animal caído, como en la nariz y mostacho de la asistenta de don Alvaro. Mostraba esta un perfil tan igual y parejo al del amo, que bien podría sospecharse que se tratara del mismísimo don Alvaro. Presumía este de tener un ama gallega que le llevaba la casa. Lo de tener ama correspondía a su condición de hidalgo. Hidalgos había con tan pocas rentas que almorzaban guiso de papas con papas, sin catar carne en todo el año. Después de lo de la yegua, no se vio más a la doméstica barriendo a escondidas —de espaldas y a contraluz— la puerta de casa. Barría el propio don Alvaro al sol de mediodía, y con tal desenvoltura que no parecía sino que viniera haciéndolo de toda la vida. Y en efecto así había sido, si bien aderezado con un corpiño y una peluca que parecía el ama que nunca tuvo.
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