He de confesar que tras ver The House that Jack Built me invadió una sensación de perplejidad con la que acarreé durante varias horas. Transcurrido un tiempo, y una vez asimiladas las imágenes, creí hallarle un sentido a la última película de Lars von Trier. De pronto, la historia de Jack, el asesino en serie, y de Verge, su egregio Pepito Grillo, se me revelaba como una chanza de proporciones siderales.
La película es salvajemente mordaz y no deja títere con cabeza. El regodeo en lo grotesco da pistas acerca del porqué de tanto abigarramiento formal, de tanta escena escabrosa y de tantas y tan variadas referencias culturales. Conclusión: von Trier nos ha gastado una broma macabra con la que ha querido epatar a público y crítica. Y nadie, ni siquiera él mismo con autorreferencias fílmicas en la línea del Fellini de Ocho y medio, se libra de sus pullas.
El tono bufo que impregna la narración no deja ningún resquicio a la corrección política. La película ridiculiza determinados tópicos de la cultura pop norteamericana para contraponerlos, a su vez, a la alta cultura, que tampoco escapa del humor cáustico. Se infiere, por tanto, que solo una intención sarcástica justificaría un artefacto así de heterogéneo, desmedido y, en no pocas ocasiones, incluso pedante.
En este sentido, anacronismos como el de presentar al poeta Virgilio ataviado al estilo decimonónico no pueden obedecer a simples descuidos, sino más bien a una potente carga irónica. Además, Jack, el protagonista, se refiere al poeta como Verge, con aquella familiaridad irreverente con la que se tratarían un par de buddies en una road movie. Virgilio, la voz de la conciencia del protagonista, mantiene con este auténticos diálogos socráticos aderezados con insertos de ilustraciones de Blake para La Divina Comedia y alusiones más que explícitas a La barca de Dante, de Delacroix. Pero atender a los delirios narcisistas de un asesino en serie que se las da de artista provocador no será tarea fácil. Y mucho menos hacer de cicerone y pasearlo por los círculos del infierno.
En realidad, todo forma parte de una experiencia alucinógena a través de la cual von Trier nos devuelve una imagen deformada del mundo. En el epílogo, acertadamente titulado Catábasis, el criminal se metamorfosea en el Alighieri, capucha roja incluida —aunque sea la de una vulgar bata de baño— para poner de manifiesto la gran mascarada que, en el fondo, representan la vida, la muerte, el arte y la propia película.
Idéntico espíritu iconoclasta encontramos en otro anacronismo: el que se produce cuando la víctima del primer incidente narrado por Jack utiliza la expresión «asesino en serie» bastante antes de popularizarse su uso. El término lo acuñó, a mediados de los años 70, el agente del FBI Robert Ressler (en quien, por cierto, se inspiró Roberto Bolaño para crear a Albert Kessler, el personaje de su novela 2666). Y aunque la película transcurre durante esa misma época, el público aun desconocía la jerga que manejaban los popes del FBI, por lo que von Trier se sirve de este recurso engañoso con la pretensión de desafiar, muy a sabiendas, las leyes de la verosimilitud.
El hecho de que Jack se autodenomine Mr. Sophistication, además de ser una boutade, remite a los alias que la prensa yankee suele dar a los criminales que, antes de ser atrapados, aterrorizan a la población. La figura de Jack es la de un psicópata de manual, solo que con ínfulas de arquitecto, algo que ya nos suena de otra película de von Trier: Dogville. Y como arquitecto frustrado, anda siempre à la recherche de su proyecto definitivo e ideal, aquel que constituirá su legado para la posteridad y que aunará las disciplinas que más le interesan. Porque Jack, al igual que Thomas de Quincey (y si me apuran, hasta que el Patrick Bateman de American Psycho), considera que el asesinato es una de las bellas artes, y no escatimará esfuerzos para poner en práctica dicha máxima.
«No mires los actos, mira las obras», proclama en un momento dado. Para Jack, el crimen es un mero instrumento, el medio para lograr su fin, que no es otro que situarse a la altura estética e intelectual de los grandes artistas. Y el director, sin apartarse ni un ápice de su papel de enfant terrible, funde el primer plano del rostro de la mujer recién asesinada por Jack con un retrato femenino de Picasso. Posteriormente, en el culmen de la exquisitez más repulsiva, el psicópata llega a elaborar una escena pictórica usando cadáveres como materia prima. Mientras, suena el Otoño de Vivaldi y la cámara muestra un plano cenital. Vistos desde arriba, los cuerpos aparecen desmadejados como muñecas de Hans Bellmer, y es que su verdugo va disponiendo los elementos de manera lenta y ordenada a fin de que su tétrica composición se asemeje a una naturaleza muerta del Barroco o a un assemblage de Joseph Cornell.
La caracterización de Jack como asesino en serie responde más a un lugar común que a un personaje propiamente dicho. Von Trier nos lo presenta como un ser descontextualizado cuyo arte criminal, entre la pulsión erótica y la tanática, comprende estilos demasiado diferentes como para resultar creíble. Jack, convertido en carne de cultura pop para las masas, pierde cualquier atisbo de individualidad y se transforma en un mero prototipo, en el compendio de todos los asesinos en serie que han horrorizado y fascinado por igual a la sociedad norteamericana. Tanto en sus fijaciones como en su modus operandi, reconocemos en él las atrocidades de tipos siniestros de la catadura de Ted Bundy, Jerry Brudos, Ed Gein, John Wayne Gacy (la máscara de payaso en que Jack transforma la cara de una de sus víctimas es un guiño para connaisseurs) y también Iceman, el único criminal citado en la película, amén de otros históricos como Hitler, Stalin o Idi Amin.
El director, no sin socarronería, sugiere que las aberraciones del personaje y su irritante narcisismo responden a una ristra de enfermedades mentales que lo mismo se le diagnosticarían a un monstruo que a un genio. Para ello, recurre a otro cliché pop: la parodia del famoso vídeo de Bob Dylan Subterranean Homesick Blues. En el clip original se advertía de refilón la presencia de Allen Ginsberg, el autor del poema Aullido, cuyo primer verso: «He visto las mejores mentes de mi generación destruidas por la locura» no puede venir más a cuento. Y dado que nada es casual en el cine de von Trier —ni siquiera sus homenajes paródicos—, el lugar ocupado antaño por Ginsberg durante su cameo, lo ocupa ahora Verge, un remedo del poeta Virgilio con el semblante rocoso del malogrado Bruno Ganz.
En medio de tanta alusión explícita a la muerte y al despiece humano, las digresiones filosóficas de Verge cortan a menudo la linealidad narrativa, al tiempo que se erigen en el contrapunto ético de los dislates de Jack. Según el punto de vista del poeta, la cultura es un elemento redentor que, lejos de envilecer el espíritu, lo eleva. De este modo, el humanismo de Goethe, los grabados medievales de Doré, la verticalidad de las catedrales góticas o una sinfonía de Bach interpretada por Glenn Gould son, al menos en apariencia, la antítesis de la sordidez que rodea a un criminal.
El bien y el mal, conceptos polarizados, acaban integrados en un todo que desemboca en el infierno dantesco. Según la tesis artística del protagonista, la moral ha quedado obsoleta y los valores se han subvertido; en consecuencia, lo único que justifica la propia existencia (porque la ajena resulta indiferente) es el arte por el arte. Si la electrizante Fame de David Bowie ha sido la banda sonora de las atrocidades cometidas por Jack, su adiós definitivo llegará a ritmo de Hit the Road Jack, convertida para la ocasión en alborozado cántico fúnebre. Para transitar de una dimensión a otra, tan solo había que cruzar el Aqueronte.