Shane nunca volvió

Un salacot en mi sopa

 

He vuelto a ver Shane (Raíces profundas: George Stevens, 1953) y, en mi cabeza, todo permanece casi igual que la primera vez que vi la película hace ya demasiados lustros. Ahí sigue el héroe, impertérrito, en aquel mismo paisaje en tecnicolor, alejándose al galope y sin atender los ruegos del niño Joey Starrett —y los míos, también los míos— cuando, al final de todo, mientras él cruzaba el cementerio a caballo, le gritábamos al unísono : ¡Shane!, ¡Shane! ¡Vuelve, Shane! Algo me dice, sin embargo, que Shane nunca volvió. Cuesta creer que alguien sin madera de granjero, de padre de familia o de miembro de la comunidad regresara a ese remoto pueblo sin nombre. Él estaba hecho de otros mimbres y era, ante todo, un solitario, un ser surgido de las sombras y necesitado de refugiarse de nuevo en ellas.

En Shane solo hay pasado: un pasado desdibujado a fuerza de ensombrecerlo y, por ende, de transformarlo en leyenda. Dice la verdad / quien dice la sombra, apuntaba el poeta Paul Celan. Y qué duda cabe: Shane, el del rostro impenetrable, con su traje de flecos, su cinturón a lo Madelman Cowboy y su verdad incuestionable a cuestas, forma parte del reino de lo umbroso. Un reino en el que ni el presente ni el futuro tienen cabida, y así suele suceder con todo aquello que pertenece al territorio de lo mítico. La figura de Shane, al igual que la del jinete de Nitrato de Chile, el mosaico publicitario que aun puede verse en algunas carreteras, es la de una silueta sin apenas identidad, aunque con evidente carácter de emblema. Lo único que conocemos de él es su nombre (no sabemos si de pila o apellido): un apelativo corto y sonoro que se pronuncia en un solo golpe de voz, con un primer fonema cuya fuerza sibilante, como de onomatopeya, nos invita al silencio. No olvidemos que Shane fue siempre un hombre parco en palabras.

Aun sin conocer detalles sobre el personaje, algo extraordinario adivinamos en esa vida construida a golpe de retazos borrosos incapaces, por sí mismos, de conformar una biografía precisa. Algún prodigio ha de esconderse tras la máscara impasible del hombre rubio, chiquito pero matón, que va a cambiar las reglas del juego de un lugar recóndito del salvaje oeste. También el pequeño Joey presiente, nada más verlo aparecer por la granja familiar, que ese tipo revolucionará su vida. La mirada azul y estrábica de Joey era —es— también la mía. A través de sus ojos supe quién era Shane e intuí que el suyo iba a ser uno de los relatos que marcarían mi infancia. Años más tarde, Clint Eastwood retomó la historia y homenajeó al personaje, a su manera, en El jinete pálido.

Mi recuerdo es nítido: mi padre y yo viendo la película un sábado por la tarde, allá por el pleistoceno, cuando en televisión se emitía buen cine casi a todas horas. Supongo que me enamoré de Shane en aquel instante. Es más, quería ser como él, tener su temple y, ¿por qué no?, también su destreza al desenfundar y reducir al malo a fosfatina. Mi espíritu justiciero y el desosiego que me causaba la necesidad de anticiparme a todo, me impedían entender que Shane, al principio, se dejase humillar por los sicarios de los hermanos Rykers. —No te impacientes, continúa mirando y ya verás. ¿No querrás que te cuente el final?, me decía mi padre. Y yo le hacía caso a regañadientes, aun sin comprender el porqué de tanta pasividad, pero pensando también que lo mejor debía de estar por llegar y que Shane no iba a defraudarme.

En su mundo de pistolas y machos alfa, Shane desentonaba. Ningún tipo aguerrido, a excepción de él, tenía las narices de plantarse ante la barra del saloon y pedir un refresco sin importarle un pimiento la reacción de la ruda parroquia allí congregada. Claro que yo, sin manejar arma alguna y conociendo del mundo western solo el fuerte Comansi que tenía mi hermano, también era una nota discordante en mi entorno. En aquel contexto de niñas que intercambiaban cromos de Sissi Emperatriz y bebían los vientos por Francisco José, el principesco marido de la susodicha, mis preferencias cinéfilas chocaban con las de la inmensa mayoría. —¿Películas del oeste? Esto es cosa de chicos, solía oír. ¿Cómo iba a competir Shane, mi Shane, con ese aristócrata kitsch representado por el actor austríaco Karlheinz Böhm, o con, pongamos por caso, David Cassidy, uno de los guaperas oficiales que por aquel entonces enloquecía al público femenino preadolescente? No había nada que hacer, la batalla estaba perdida incluso antes de empezarla.

Vista de nuevo, con la perspectiva que dan los años, la película no ha perdido aquel tono legendario que me cautivó en la infancia. Sigue emocionándome la primera aparición del héroe surgiendo a la izquierda de la pantalla, siempre cabalgando de espaldas a la cámara, hasta ocupar el centro. Todavía me maravillan los títulos de crédito en rojo brillante, impresos sobre el bucólico paisaje del valle mientras la música de Victor Young actúa como elemento catártico en plena simbiosis con la plasticidad de las imágenes y el carácter totémico del personaje.

Cierto es que algunos elementos que antaño aceptaba con pueril credulidad, ahora me rechinan un poco. Las artificiosas noches americanas, por ejemplo, o las peleas de bar, que tienen más pinta de cándidas coreografías que de brutales refriegas como las que debían de darse en aquella realidad inclemente de ciudades sin ley. La perspectiva que da el tiempo permite, asimismo, ver con distintos ojos las relaciones personales que establece Shane con el matrimonio Starrett. Si desde una óptica infantil ese nexo se percibía como una ayuda mutua basada en la confraternidad, en la perversa mente adulta se infiere de ese vínculo algún indicio de conflicto sexual a tres bandas.

Interpretaciones postreras aparte, la esencia de Shane, película y personaje, continúa intacta en lo principal: paisajes idílicos, lucha entre el bien y el mal, antagonistas tan infames como el pistolero Wilson (inquietante Jack Palance con su sonrisa infernal) y el descubrimiento de un héroe clásico que, como todos los héroes clásicos, tiene trazado su destino de antemano. La historia, contada desde el punto de vista de un niño, no desperdicia ningún elemento para mitificar al ídolo, un Alan Ladd al que se ha calificado a menudo de inexpresivo. Y no seré yo quien lo niegue, aunque a estas alturas me resisto a imaginar a un Shane con otras facciones que no sean las de este actor que tuvo que soportar, además, la cruz de su corta estatura, considerada un inconveniente a la hora de encarnar a héroes del western y del cine negro. Dos géneros en los que triunfó, por más que las malas lenguas se empeñaran en recalcar que usaba alzas y que si compartió tanto cartel con Veronica Lake era porque se trataba de la única actriz que medía menos que él.

La aventura de Shane, el mito, termina con su partida nocturna una vez ha solventado el problema que afligía a la pequeña comunidad de pioneros. Shane acaba a tiros con las alimañas y, herido, no sabemos si de muerte, cabalga hacia un destino desconocido mientras el niño Joey reclama a gritos su vuelta al redil. A través de una filigrana estilística, se incide en la estructura circular de la película: el chaval, apoyado en la cabaña de madera, está situado ahora en la parte izquierda de la pantalla, la misma posición que ocupaba Shane en el momento de su presentación. Principio y final de un relato épico cuyas últimas palabras nunca dejarán de resonar en mis oídos:

¡Shane!, ¡Shane! ¡Vuelve, Shane!