Anita Ekberg, la valquiria italiana

Los lunes, día del espectador

Marcello Mastroianni y Anita Ekberg en un fotograma de La dolce vita (1960), de F. Fellini.


En el cine español del tardofranquismo, las suecas eran algo así como el maná que venía del norte: valquirias exuberantes, representaciones carnales de la diosa blanca septentrional que aterrizaban por aquí, Iberia mediante, en busca de sol y playa. Al tiempo, poblaban de ensoñaciones la sedienta mente del macho ibérico, encarnado en aquellos personajes de Landa y López Vázquez que, en cuanto conseguían traspasar el umbral de la fantasía, inmediatamente hacían aquello tan español de comerse una y contar veinte. Las suecas —así, como colectivo— también eran objeto de atención por parte de la mujer española, la misma que cuando besaba, besaba de verdad, mientras envidiaba, un poco recelosa, la actitud desinhibida de sus rubísimas congéneres.

Anita Ekberg (Malmö, 1931- Roma, 2015) no había participado nunca en ninguna de estas películas, aunque dadas sus características físicas bien hubiera podido hacerlo. Lo cierto es que no se prodigó demasiado en el cine, y por lo que más se la recuerda es por su papel en La dolce vita de Fellini. Sobre todo por aquel baño nocturno en la fontana di Trevi ante la mirada de un Marcello Mastroianni (clarísimo antecedente del cínico y refinado Jepp Gambardella de La grande bellezza) para quien ella representaba el sueño inalcanzable, la rubia sinuosa llegada del norte para deslumbrar y escandalizar con sus costumbres a una Roma que se debatía entre la religiosidad superchera, el pasado glorioso y la modernidad del bello Marcello, testigo y protagonista de la noche romana en su calidad de cronista de sociedad (como curiosidad, el término paparazzo se acuñó a raíz de esta película, pues era el nombre de uno de los personajes que ejercía de fotógrafo).

En el cine italiano de los cincuenta se puso de moda la figura de la maggiorata, otra palabra inventada por un director, Vittorio de Sica, para definir a un tipo de mujer italiana de formas rotundas que conformó el star system local y traspasó fronteras. La proliferación de maggiorate como Sophia Loren, Silvana Mangano y Gina Lollobrigida se atribuyó, en parte, a una teoría de tintes psicoanalíticos según la cual la fascinación por los senos grandes era una forma de suplir las escaseces pasadas durante la postguerra; esto es, una asociación entre el tamaño del pecho y la cantidad de leche materna: un símbolo que aúna lo nutricio y lo sexual transformándolo en algo totalmente edípico (recordemos Amarcord, de 1973, también de Fellini).

No es extraño que, en este contexto, la irrupción de Anita Ekberg en el panorama italiano fuera una bomba de relojería, pues además de sus innegables atributos físicos, en La dolce vita era la extranjera, la que llevaba aires nuevos a la vieja Roma. Era la diosa libre e inalcanzable que contrastaba con la hipocresía de la alta sociedad romana y con la religiosidad ancestral del pueblo llano, siempre presto a ver apariciones marianas en cualquier esquina. Y es que en la obra de Fellini todo se mezcla porque, como en la vida, los compartimentos estancos no existen, los tópicos apenas tienen cabida y los símbolos se alternan en caótica amalgama. En el fondo, todo forma parte de lo mismo: los estereotipos de la virgen y la prostituta, lo sacro y lo profano, lo superficial y lo trascendente, lo tradicional y lo moderno, la muerte y la vida, que, aunque a veces es amarga, no deja de tener sus dosis de dolce vita. Y qué duda cabe, La dolce vita es también un icono que permanecerá en la retina del cinéfilo: el de esa Gilda rediviva, melena platino al viento y vestido «palabra de honor», bañándose con nocturnidad y alevosía en la Fontana di Trevi. Anita Ekberg, la Venus llegada del norte, quiso quedarse en Roma para morir en la ciudad eterna.