Siempre fui una niña muy llorona. Mi madre cuenta que siendo un feto ya me escuchaba llorar durante las madrugadas.
Yo lloraba y la gente no entendía por qué. Pensaban que era por capricho, por llamar la atención, por padecer el síndrome de la princesa destronada, por querer que papá me cogiese en su regazo, por no querer comer esto o aquello. Por capricho.
Y eso, que seas una caprichosa, la sociedad no te lo perdona.
Así que pasé mi infancia llorando, sufriendo muchos pequeños castigos como quedarme sin postre, sin ir a la piscina con mis primas, sin unas zapatillas de deporte nuevas, sin chucherías, sin poder subir a casa de mi vecinita a jugar con ella… Y a ese paso casi me quedo sin vacaciones.
Aun así, yo seguía llorando y llorando y soportando los castigos.
Me convertí en una niña taciturna y en una adolescente con ojos hinchados como una ranita y sin muchas ganas de relacionarme con el mundo. El mundo me había hecho mucho daño al clasificarme como una «caprichosa» redomada.
Yo me di cuenta muy pronto de que por mucho que insistiera de dar explicaciones de por qué lloraba la gente no quería escucharme, así que dejé de intentarlo. No tenía ningún sentido hablar con quien no quiere escuchar porque ya ha elaborado una teoría de lo que te sucede.
Así que seguí llorando y me metí cada vez más en mí misma. Era yo contra el mundo.
Lo bueno es que tampoco me exigían demasiado para dejar de oírme llorar. Así, si no iba bien en la escuela, no me decían nada, si no me apetecía hacer algo, me dejaban de lado, si no hablaba no me preguntaban… Y cada vez fui siendo un ente más ajeno e imperturbable.
Ni yo misma supe qué me sucedía hasta que una tarde en la sala de espera del dentista con mi madre nos sentamos muy cerca de una anciana que no paraba de tocarse las manos, las muñecas, los nudillos con cara de dolor, y mi madre le preguntó si se encontraba bien.
—Sí, sí, son los dolores articulares propios de la edad —respondió resignada.
Me reconocí de inmediato en esa mueca entre amable y llena de dolor. Me toqué los nudillos, la muñeca, las rodillas, los tobillos y sí, era eso lo que me sucedía era un dolor continuado como el que yo reconocí en aquella anciana.
Yo debía de tener unos diez años y desde entonces sé que no soy una caprichosa, que lo que me sucede es que padezco de dolores articulares como si fuera una anciana.
Estaba tan contenta que al salir del médico se lo expliqué a mi madre.
—Mamá, mamá, ya sé por qué lloro tanto.
Mi madre me miró de reojo como sin querer prestarme atención.
—Tengo dolores articulares como esa señora ancianita que hemos visto antes.
—¡Anda, anda! Cállate y déjate ya de decir tonterías. Estoy harta de tus caprichos.