¡A mí no me conoce nadie! ¡Ni falta que hace! ¿A quién puede interesar una abuela, ajada y vieja? ¿A qué conocerme? ¿A qué vendría ello? ¿A cuenta de qué? ¿Con qué objeto? Mis pecados, que son muchos y desiguales, no interesan a nadie. Y me parece bien. Los llevo con harta galanura. Podrían haber sido muchos más, y muy peores de lo que fueron. Reconozco que tuve buena mano para moderarlos a última hora. Aunque no sé hasta qué punto la moderación sea buena. Porque la verdad es que yo quería machacarme al párroco. A ese cura, tonto y estrecho, que se negó a echarnos la bendición, porque el novio, que yo llevaba al altar conmigo, era bígamo: estaba casado por dos veces con dos mujeres distintas, y de las dos tenía hijos. Pero todo era hecho de conformidad, con ellas dos y conmigo. A última hora me moderé y, en lugar de cargarme al cura, me cargué al sacristán de su iglesia. En la partida de defunción pusieron que era fallecido de alferecía. Pero yo me sé (y nadie más tiene que conocerlo) que los ataques, las convulsiones y los cambios repentinos de comportamiento, no afectaron al sacristán sino después de ingerir una pócima que le compuse de hierbas medicinales, junto con algunos sortilegios dichos muy en secreto y voz baja. ¡Qué felices serían algunas señoras de Pedralbes si conocieran estos y otros procedimientos que las abuelas ajadas y viejas nos reservamos!
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