DRAMATIS PERSONAE:
Herculine Barbin, hermafrodita francesa (1838-1896). Michel Foucault. Marie Delcourt. Aristófanes. Platón. El obispo de La Rochelle. Dr. Chesnet.
Para saber qué ocurre por dentro y por fuera de las chicas que tienen el bigotillo más denso de lo normal, dolores en las ingles por prolapso testicular y sentimientos tiernos, leed la autobiografía de Herculine Barbin a cargo de Michel Foucault. Encontraréis en ella la atormentada vida y muerte por suicidio con gas de un hermafrodita ferroviario del siglo XIX que, por culpa de un obispo sabihondo y metijón, abandonó su cómoda— aunque impotente— condición de muchacha viril y se hizo oficialmente hombre. El cambio no le trajo la felicidad. Como mujer había sufrido, pero también amado; como hombre, fue desdichado, solitario y desesperado el resto de su vida. Lloraréis, os lo aseguro. Estuve a punto de llorar yo misma, que no soy propensa a ello.
Para bucear en el antiguo hermafroditismo mitológico, mucho menos sentimental, recomiendo el sencillo y transparente libro de Marie Delcourt, Hermafrodita, y el estrafalario discurso de Aristófanes en el Banquete de Platón, así como las siempre deliciosas Metamorfosis de Ovidio (Met, IV 285-388). Obtendréis pocas certezas, pero sugerencias, muchas, y os deleitaréis con los fantaseos de la cultura sobre la naturaleza humana.
Para mí no hay relato más hermoso que el mío propio durante un sueño que tuve en una noche de otoño. Me encontré vagando como Dante por una selva oscura, donde todo sendero se perdía, y caminé hacia una laguna. Me aterrorizó la idea de que por allí pudiera haber lobos, psicópatas enterrando a sus muertos, narcotraficantes desenterrando su mercancía o sobre todo, Eros subido a un árbol atisbando con sus gemelos de visión nocturna y sus armas terciadas a la espalda. Con la lógica del sueño, me desnudé y me escondí dentro del agua, atravesando su capa superficial de ovas y algas verde oscuras, en las que se enredaban mis cabellos. Allí no había psicópatas, traficantes ni Erotes. Sólo mi cuerpo blanco, que podía respirar bajo el agua esmeralda. Me sentí feliz. Flotaba. Abrí los ojos y salí del sueño.
Al despertar me sentí sudorosa y vi rayos de luna llena entrar por la ventana. Había dormido un buen rato. Los cerré y me dormí de nuevo. Deseaba ver de dónde venía el agua de la laguna para ser tan cristalina, si tenía alguna fuente o desagüe, y por qué me gustaba tanto chapotear en las ovas como cabelleras de ondina. Anduve aguas adentro hasta convertirme en agua yo misma, o al menos esa fue mi sensación.
Después de un rato, vi dibujarse frente a mí una figura de mi tamaño, que se movía como las ondas. Era una especie de muerto, un ahogado o ahogada espantoso, desnudo, ni hombre ni mujer, con la piel hecha tiras. Me tomó en sus brazos haciendo como que me miraba con sus vacíos y velados ojos blancos, y este fue el abrazo más blando y repugnante que he recibido en mi vida.
—¡Déjala! —gritó una aguda vocecita de niño. Luego, dirigiéndose a mí, dijo airado:
—Y tú, sal del agua, que te vas a arrugar.
Salí en pos de la voz, que me resultaba agradable, y me senté en un tronco en la orilla. Estaba empapada, pero no tenía frío. Lo que me mojaba era un sudor aceitoso. La estantigua trató de salir del agua, pero no pudo y se hundió. Las burbujas surgieron y estallaron en la superficie.
Cuando me desperté sentí el calor y la suavidad de mi gato sobre el pecho. En el alféizar de la ventana estaba sentado Eros. Saltó al suelo y se sentó a mi lado. Era un niño encantador, con alas doradas y sandalias escarlata. La rizada melena rubia le caía por los hombros cortada a trasquilones. Tenía a la vez un aspecto antiguo y moderno.
— Menos mal que has salido antes de que te atrapara el Hermafrodito —dijo juguetón.
—¿Quién es el Hermafrodito? —pregunté, sin saber si me hallaba aún en el sueño o había despertado completamente.
—El monstruo de la laguna, que quería pegarse a ti para perjudicarte. Es hombre y mujer al mismo tiempo; por eso te parecía tan horroroso. Dicen que es hijo de Hermes y Afrodita, y que nació con lo más bello de ambos sexos, herencia de sus padres, lo cual tengo por una gran necedad, pues mi maestra la diosa del amor nunca se juntaría con un dios presuntuoso e irónico como ese ni daría a luz a semejante obviedad.
»Otros dicen que Hermafrodito fue un hermoso joven que, cazando un día con sus amigos y sintiendo calor, se sumergió en el agua de la laguna. Al verle, la ninfa de la charca, Salmacis, se enamoró de él y, abrazándole, pidió a los dioses que no los separaran jamás. Se lo concedieron. Fundieron en uno solo sus dos cuerpos a cambio de que todo el que entrara en aquellas aguas se convirtiera en hermafrodita. Y así ha venido siendo desde entonces.
»¡Menuda estupidez! Y añaden que se me encomendaría semejante misión a causa de mi naturaleza unitiva, aunque yo, la verdad, no lo recuerdo. Lo cierto es que me dan asco los caracoles, las estrellas de mar y los humanos que tienen dos sexos. Tú te has librado de convertirte en hombre y mujer gracias a mí.
—¿Por qué te dan asco los hermafroditas? —pregunté a la traviesa divinidad.
—Porque no me gustan los desdichados y estos lo son. Tú misma lo has dicho cuando al comienzo te has referido a la pobre Herculine Barbin, hermafrodita francesa, que sufrió un auténtico calvario por no tener los genitales como manda la madre naturaleza.
—Yo no he dicho que me diera asco. No soy tan reaccionaria como para que me den asco los transexuales y, menos si le interesan a Michel Foucault. Lo que dije es que, desesperado, se había suicidado.
—Pues a mí siempre me repelió aquella, Herculine o Alexina, tan grandota y velluda, amable y torpe, enamorada de sus compañeras de internado y mirada oblicuamente por sus rectoras. El obispo de la Rochelle, se hizo cargo de ella para que le practicaran un informe —en aquellos tiempos no se podía practicar nada más en este caso—, gracias al cual el doctor Chesnet la sacó del género femenino y la introdujo en el masculino con todos los papeles en regla. Gracias al obispo y su afán de arreglarle la vida a Herculine, llamada como hombre Abel, se vio colocado en un mísero empleo, una pensión de limosna y una vivienda donde quienes más cómodas se encontraban eran las ratas y las cucarachas. El prelado me pidió a mí mismo que interviniera, haciendo la vida más dulce al pobre Abel.
—¿Pero qué dices? ¿Un obispo te pidió… qué, qué?
—Bueno, así lo interpreto yo y mi maestra Venus no lo niega. Oí murmurar en sus oraciones al clérigo lo siguiente: «Oh, señor, ilumina con la luz de tu amor divino a esta criatura deforme por naturaleza y por tu deseo, para que al menos encuentre el amor humano que le haga feliz…». La «luz del amor divino» siempre he creído ser yo.
—¿Y lo encontró? —pregunté acariciando la cabecita del gato, que me miró perplejo. Le di un beso en el hociquillo.
—No, qué va, ya me encargué yo. Lancé una flecha al corazón del santo varón que tanta y tan sucia caridad mostraba con el hermafrodita, para trocarla en pasión y reírme un rato con mis amigos, pero ni en eso tuve éxito, pues aquel corazón ya estaba ocupado por una multitud de niños que jugaban en extraños jardines. Desde entonces me he nombrado a mí mismo, con la aquiescencia de Venus, guardián de la laguna, e impido que los ingenuos se bañen en ella y contraigan el mal de Hermafrodito y Salmacis. Agradécemelo, querida. Te he librado de tener dos sexos en un solo cuerpo.
—Gracias te sean dadas, pero que conste que nada hay más hermoso que los Hermafroditas que conozco: los de mármol del Louvre y el de bronce del Museo del Prado, copias de copias, voluptuosas mujeres en cuyas ingles anidan unos genitales masculinos perfectos.
—Touché. A mí también me gustan, sobre todo el elegante Hermafrodita Borghese. Pero no era de esto de lo que estábamos hablando. Esto es arte y lo mío, mitología y naturaleza. Los humanos siempre recurrís al arte para escapar de mí.