Entraba yo en el Mercado Central uno de estos días de otoño veraniego, en los que apetece dar un paseo a caballo por los dominios, cuando casi choco con una conocida que venía en sentido contrario cargada de bolsas blancas no reutilizables. Me fue imposible esquivarla.
—¡Cuánto tiempo sin vernos, Mariposa!
Aunque me llamo María López Posa, todos me llaman Mariposa. Tengo esa desgracia desde que nací, pero aprendí pronto a vivir con ella. Ahora hasta me gusta. Psiqué.
—¿Qué, a comprar? —añadió la maruja como si me hubiera descubierto con las manos en la masa.
—Pues no, a dar una vuelta por aquí, que huele que alimenta, y si acaso a ver si encuentro hamburguesas veganas para la cena —respondí tras los besos de rigor, que dejaron en sus mejillas la marca de mi carmín, como le ocurre a todo el que me saluda efusivamente.
—¡Veganas, qué moderna! Pues yo vengo de uno de los puestos de carne, el de Barragán, y las tiene. Congeladas, claro. Las hay de todas clases, de espinacas con pollo, veganas y hasta de potro. Las de potro son tan frescas que rezuman sangre.
A mí, aquella enumeración en la que se trenzaba lo vegetal con la carne de animal mamífero superior, y encima del más noble y el que más quiero después del gato, me mareó.
—¿De potro? —pregunté flipando en colores. Recordé las cutres «carnecerías [sic]de carne de caballo» del franquismo, que solían tener una cabeza equina pintada en un cartel sobre la puerta. Creo recordar que era la única carne que comía el proletariado, salvo el pollo del domingo y el pavo de Navidad.
—¿De potro? —reiteré—, ¿de qué potro?
—Sí, mujer, es una carne buenísima. Lo más de lo más.
—Lo que hace la crisis.
—Que no tiene nada que ver con la crisis —replicó mi conocida—. No es carne barata, es de calidad y ya la tienen en la carta los buenos restaurantes.
—¿Y por qué no la llaman de caballo como toda la vida? No creo que sea de verdad de potrillo. Será de desecho de las cuadras de las fuerzas represivas, como siempre.
—Mujer, no sé—protestó—. Tú es que a todo le sacas punta, como cuando estábamos en la Facultad. En menudos apuros ponías a los profesores con tus preguntitas. De potro o de caballo, el caso es que han descubierto que es carne más sana y nutritiva que la de ternera.
—No estoy al tanto. Ahora que me he hecho vegana sólo como brotes de soja, arroz blanco y ensaladas con quinoa, que decían los incas que es el alimento de los dioses. Paso de fantasmadas capitalistas.
—Ya se ve. Te estás quedando en los huesos. Pero muy guapa, eso sí. Pareces mucho más joven.
«Será que voy cumpliendo años para atrás gracias al pacto que tengo», no lo dije, pero lo pensé.
Aquella mujer tan pesada no debía de tener tanta prisa como yo por deshacer el grupo, porque me condujo, sin dejar de emitir impertinencias, por el oloroso laberinto de cadáveres desollados de la zona de las carnicerías. Toros, vacas, terneras, solomillos, sesos, lomos, ojos con telilla, paletas… Sólo faltaba chuletón de minotauro.
Tanto duró el recorrido hasta el puesto de Barragán que tuve tiempo de recordar haber leído en la red algo sobre chanchullos de robos de caballos de carreras y de paseo, para venderlos como carne. Y recordé con nostalgia mi mes de baja por una caída del corcel Bengalí, al que se empeñaron unos amigos que montara, en la jodida Hípica. Era un purasangre muy fuerte, no uno de los jamelgos aptos para amazonas accidentales, procedentes de las monturas retiradas de la Guardia Civil. Tengo buen recuerdo de aquellos paseos domingueros por la playa, a 250 pesetas la hora, en compañía de unos cuantos pirados. «Ahora, a montar uno de verdad», me dijo el instructor. ¡Caballos, caballos, cuánto os he amado! ¡Os he llamado dioses en mis deliquios mitológicos!
Mientras el tío me ponía la bandejilla de corcho blanco con las hamburguesas veganas, llamó mi atención una pieza de carne más roja que las rosas damascenas, más fresca que los rubíes en enero, más jugosa que las entretelas de Venus. Al percatarse de mi interés hacia aquella mercancía, el hombre de las uñas ensangrentadas me informó:
—Son chuletas de potro, señora, muy buenas y de excelente relación calidad-precio.
«No me puedo resistir, Bengalí. Siento hacerte esto», pensé para mis adentros. «¡Ni se te ocurra pensar que es una venganza por el batacazo!».
—Póngame cuatro y, si es posible, no me dé las hamburguesas vegetales.
—Cómo se nota la gente con buen gusto y con clase. Llévese también las hamburguesas. Detalle de la casa.
—Haces bien, hija, hay que alimentarse como Dios manda —dijo mi acompañante.
Fue entonces cuando vi la parada con los lironcillos. (1) Estaba de dios que aquel día iba a cometer tantos pecados y a manchar tanto mi karma, que ni Buda podría perdonarme en su infinita misericordia.
(1) Véase el relato «Los lironcillos»: https://lacharcaliteraria.com/los-lironcillos/