Se quedó la noche tranquila, sin ruidos en la calle. Creo que me dormí enseguida y profundamente. Ni siquiera oí el camión de la basura. Y en medio del silencio, bajo el amparo de las sombras, una idea se fue abriendo paso como un cuchillo rasgando meticulosamente la cortina de la noche. Yo diría que era una ocurrencia que fue allí tomando cuerpo, minuto a minuto, hora tras hora, y también en la duermevela final, cuando ya alboreaba y el sueño comenzaba a evaporarse.
Todo tenía sentido mientras lo soñaba. Todo era concordante, original, incluso genial. Eso creía al menos. El subconsciente actuando a su antojo, hilando fino, trabando un sólido armazón, una estructura coherente donde sus elementos iban encajando, pieza tras pieza. Liberada la mente de los inconvenientes de la consciencia, a pesar de estar dormido, iba levantando todo un edificio, dando sentido a una idea novedosa. Siempre oí decir que las mejores ideas ocurren mientras duermes.
Pero la noche llegaba a su fin. Ahora todo consistía en sacudirme las últimas telarañas de la somnolencia típica de las seis de la mañana, incorporarme de la cama y acudir sin dilación al escritorio, donde me aguardaba el folio en blanco, inmaculado recipiente que esperaba acoger el soplo que las musas habían tenido a bien regalarme aquella noche, sin ser llamadas.
Pero no se produjo el esperado trasvase. Apenas un par de incoherencias que ni siquiera llegué a escribir. Lo que daba por hecho como una genialidad nocturna no pasó de ser una bobada a la luz del día, algo que no superó el tamiz del mínimo exigible. Y la idea no acabó plasmándose en letra. Un quiero y no puedo. Algo así como un globo pinchado, un coitus interruptus o un gatillazo. Eso sí, sin más testigo que uno mismo y el folio intacto, inmaculadamente virgen.
Para no variar.