La vida es una frenética carrera sobre una escalera mecánica. Tú corres desesperadamente hacia arriba, mientras la maldita escalera te arrastra hacia abajo.
—Si mueves el culo con la suficiente rapidez –apunta la experiencia–, puedes contrarrestar la velocidad de descenso de la escalera. Y si aún aumentas el ímpetu de tu movimiento de culo, entonces conseguirás avanzar en un sentido absoluto, o sea, acortar la distancia entre tu culo y tu meta: la salida superior, el final de la escalera.
—Pero jamás, por nada del mundo, se te ocurra detenerte a descansar –advierte de nuevo la experiencia–. Porque entonces, mientras recuperas el resuello fumándote un bien merecido pitillo, la escalera, sin que tú te apercibas de ello, te devolverá abajo. Y, cuando quieras darte cuenta, estarás como al principio; como al principio, pero el doble de cansado y de viejo, ya que los años no pasan en balde.
Y es que la vida es lucha eterna, incesante y dura refriega en la que nada hay más fácil que perder lo antaño conquistado: basta con quedarse quieto, con no añadir nuevas conquistas a las ya ganadas, para acabar perdiendo también estas. (Quién sabe, quizá la “meta” sea sólo una excusa: quizá corremos, no tanto para llegar arriba, sino para no caer abajo, en el principio de la escalera, en ese pozo desfondado que somos nosotros mismos).
Tratamos de exorcizar nuestros demonios y nuestras impotencias mediante acciones. Pero no caemos en la cuenta de que el exorcista no es la acción en sí, sino el propio hecho de actuar.
De este modo, creemos que un acto valiente nos vuelve hombres valientes; una buena obra, seres bondadosos; una acción heroica, héroes; una dádiva generosa, espléndidos de corazón.
Y, claro, nos aturdimos cuando una situación comprometedora nos pone de nuevo a prueba. Habíamos creído que, una vez conquistada –conquistada por una vez– la valentía, o la bondad, o la grandeza, o la prodigalidad, seríamos capaces de afrontar y superar sin esfuerzo cualquier otra circunstancia que nos adviniese. Pero ahora vemos que no es así.
—Vemos que temblamos, o sudamos, tanto como aquella primera vez, o más, si cabe, puesto que al temor original se le añade ahora el temor a la decepción, el miedo de no estar a la altura de las expectativas que albergaban o albergábamos respecto a nuestro poderío.
Vemos que no existe la redención en este mundo: porque no hay acto o serie de actos que nos redima. A no ser una acción continua, un hacer constante, un dinamismo plenamente actualizado, un no parar: no-dejar-de-superarse-a-sí-mismo hasta caerse muerto. ¡Combate hasta que revientes!
Madrid, diciembre de 1990