Fisgando entre los puestos de flores del Mercado Central, encontré a mi amigo, el reportero necrófilo, Santos Losada. Hacía tiempo que no sabíamos el uno del otro y nos alegramos mucho al vernos, pues nos unía una tierna afición hacia todo lo macabro. Él no me llamaba Mariposa sino «Polilla de las Tumbas».
Le invité a una cerveza en la terracita del café Lisboa. Entre otras cosas interesantes, me contó que se había colado en Funermostra con su carnet de prensa y su cámara. Si hubiera ido indocumentado, no le habrían permitido entrar, ya que la visita está reservada a los empresarios del sector. Se conoce que no quieren poner en peligro el prestigio de sus negocios aceptando mirones o presuntos degenerados como el propio Santos o una servidora. Aquello no me venía de nuevas. Yo había hecho lo mismo que él anteriormente, con un permiso por escrito de la Consejería de Cultura e Industria, que tuve que solicitar formalmente.
Ubicada durante un par de semanas en la Feria de Muestras, Funermostra es una institución señera, dignísima, dedicada a la tanatopraxia y las pompas fúnebres de alta gama. Aparece de vez en cuando, ignoro si con periodicidad, pero siempre sin demasiada difusión. Reúne los productos estrella de empresas limpias, que pagan sus impuestos —bueno, ignoro si todas, que en este país pones la mano en el fuego y te la abrasas—, y son un importante nicho de empleo. A veces anuncian en Internet puestos de trabajo vacantes, tanto en el campo del diseño de lápidas y demás parafernalia mortuoria como en el de la ingeniería y mantenimiento de hornos crematorios y gestión de cementerios privados —ya saben, «Prados Rumorosos»—. Deberían tenerlo en cuenta los jóvenes en paro, antes de que la desesperación laboral les haga emigrar a Londres, donde hace tan mal tiempo y anochece tan temprano.
Mi amigo el necrófilo se pegó a la comitiva de la alcaldesa en la inauguración de la muestra. La autoridad iba acompañada por amables directivos de la feria, que la hicieron víctima de interminables y prolijas explicaciones. Santos se pegó a ellos para enterarse de cosas, porque mucho de lo que decían era de gran interés, al menos para él.
Mientras disfrutábamos de un fresco sol bajo el venerable olivo viejo de la plaza, dijo Santos que aquello era un aparente paraíso de la muerte y un infierno real del consumismo capitalista, que le recordó la novela de Evelyn Waugh y el filme de Tony Richardson, Los seres queridos, del Free Cinema británico. Como todo necrófilo, mi amigo es persona culta, refinada y consciente del mundo en que vive.
Había en aquel lujoso e inabarcable stand desde féretros con alarma, que hubieran sido letales para la creatividad de Edgar A. Poe —sonrió ufano de su ocurrencia—, o con refrigeración para que el cuerpo aguantara fresco un adiós prolongado de sus deudos.
Dijo que vio coches fúnebres elegantísimos, que sólo una funeraria blanqueadora de dinero negro podría permitirse, y sudarios de tejidos nobles y buen diseño, que cualquier dama de clase media no dudaría en lucir como traje de gala en una presentación fallera o en una boda vespertina. Esto último fue apostilla de una servidora. Lo pensé cuando yo misma tuve ante los ojos aquellos linos, aquellas sedas sintéticas que resplandecían bajo la iluminación espectacular de la nave ferial que todo lo ennoblecía. La visita al amante del espectro de la amada, ataviada con uno de aquellos modelos de ensueño, como tejidos por las hadas, hubiera tenido sin duda un éxito sin precedentes en la cinematografía gótica revival.
Habló también Santos Losada de lápidas de metacrilato con grabados al láser, sofisticadas urnas cinerarias de materiales diversos, del bronce a la baquelita; maquetas de hornos crematorios made in Germany, con minuciosos esquemas de su funcionamiento y del hardware, entre un sinfín de objetos maravillosos, creados pensando más en los vivos que en los muertos, que no podrían disfrutar de ellos en su condición ajena a todo fasto y despilfarro. El necrófilo hablaba sin parar, con entusiasmo. Aquí metí baza yo, diciendo:
—No sé tú, Santos, pero a mí me parece que todo este lujo y reluciente basura es hortera. No tiene nada que ver con la vanitas y menos con el verdadero ajuar funerario a la manera egipcia.
—Tienes razón, Polilla —admitió el necrófilo—. Hay cierto consumismo agudizado por la primera fase del duelo —y añadió en falsete: «Para papá, lo mejor», «a mi hija quiero que la enterremos en este ataúd blanco con cantos dorados y que el velo salga como un aura de tul», como en la película La caída de la casa Usher de Jean Epstein.
—Entre mocos y lágrimas —comenté—, la obnubilada familia es fácil presa de la necesidad de regalar al muerto lo que le negaron en vida. Sobre sentimientos, no por humanos menos miserables, ha ido creciendo esta potente industria, que tiene una rama floreciente y perversa en la funebría de las mascotas —añadí, espiando su reacción ante la entrada de animales muertos en el diálogo. Pero las mascotas no parecían interesarle, aunque haya en su funebría verdaderas obras de arte kitsch.
Entre caña y caña, dijo que lo que más le llamó la atención en Funermostra fueron los diamantes sintéticos fabricados con las cenizas del finado. Alargó la oreja para pillar las explicaciones que se le daban a la autoridad. Las preciosas gemas exhibidas en vitrinas de joyería habían sorprendido y encantado a la alcaldesa, hasta el punto de que, motivados por su interés, los directivos abrieron la más coquetona de las mesitas expositoras para que la señora pudiera tener en la palma de su mano uno de los fúnebres diamantes. «¡Mire, mire qué brillo, qué facetado, qué destellos!» ponderó entusiasta el engominado caballero que servía de guía a la honorable. La dama permaneció un tiempo contemplando la gema como hipnotizada. Yo también había visto tales milagros de la ciencia o de la audacia empresarial, llamada vulgarmente estafa, y no recordaba que tuvieran nada que ver con los diamantes genuinos, ni siquiera con las circonitas. El muerto convertido en piedra preciosa no centelleaba.
No obstante, Losada no paró hasta enterarse bien de aquel invento delirante, pues las explicaciones dadas a la alcaldesa le resultaron poco claras. Lo supo todo buscando en Google. Los diamantes de los muertos son reconstituidos en laboratorio a partir de unos doscientos cincuenta gramos de cenizas del finado. Tras pacientes y largas operaciones de depurado del carbono que contienen, se obtiene un noventa por ciento de carbono puro, que es la base de una especie de diamante en bruto. Esta piedra madre se talla a demanda como un diamante normal: en brillante, navette o princesa. El color predominante es el amarillo; el precio, unos 5000 pavos, dependiendo de los quilates; el plazo, no menos de un mes después de formalizado el encargo, dado lo laborioso de la fabricación. No me parece caro. El timo debiera ser más audaz.
—Hay también colgantes diseñados como urnitas para contener una pizca de cenizas sin procesar, como los medallones de pelo victorianos. Son baratos y populares, puro capricho gótico para epatar a las amistades. Algunos tienen forma de perla, de reloj de arena o de corazón. Sean como sean, no dan la talla, je, je —comenté apurando mi segunda caña.
Le pregunté si había visto los retratos hechos con cenizas. Me dijo que no. Se conoce que en aquella edición no los habían incluido, o tal vez los fabricantes habían tirado la toalla por la escasa demanda del invento, que consiste, como su nombre indica, en copiar en un lienzo de pintor, usando las cenizas como pigmento, una buena foto del fiambre, por lo general la cabeza y el busto. A la gente le dan grima esas cosas, como el antiguo arte de tejer cabellos de los muertos para hacer joyas, que no resistió la modernización de los gustos, aunque inspiró estos otros, más obscenos si cabe.
Tales tráficos con la muerte me producen, a la par de risa nerviosa, cierto pavor. Son reales, no hay en ellos nada de espectral, ni una mota de inquietancia, nada que permita escapar o columpiarse a un espíritu retozón. Y, sobre todo, no puedes cerrar los ojos y hacerlos desaparecer como a los productos de la fantasía o moldearlos a tu capricho. Losada y yo concluimos que ni Funermostra ni la industria de la muerte, pese a su interés antropológico y económico, eran para necrófilos, y encargamos otra caña para brindar por la lúgubre belleza de la muerte imaginaria.