«¿Cómo es esto? ¡No hay quien lo entienda! Si he muerto siendo arzobispo, si, con rango de tal han oficiado las solemnes honras fúnebres y han dispuesto el palio, la mitra, el anillo, el báculo y la cruz pectoral junto a mi cuerpo yacente, ¿cómo es que ahora tan de pronto me veo desnudo, sin signo alguno del rango al que pertenezco? Los escogidos tienen derecho a conocer que yo, ¡yo!, ¡yo!, ¡yo soy arzobispo! ¿O es que no importa? ¡Arzobispo, sí! Y en calidad de tal debe ser el tratamiento y la consideración que reciba y se me dispense. Ante todo, y, sobre todo, es preciso que los condenados al fuego eterno puedan verme gozar en la plenitud de la gloria, y percibir la bondadosa sonrisa, que yo les dirigiré y les servirá de refrigerio y aligerará, por causa de mi beatífico gesto, la gravísima pena que vienen sufriendo y que sufrirán por toda la eternidad.
«Es que, si no es así, no siendo así, que es como debe ser, entonces me sentiría estafado. No siendo así, no habría merecido la pena tanto sacrificio y tanta oración como he venido haciendo en la larga y felicísima vida que Dios me ha concedido».
En semejantes consideraciones andaba aquella alma torpe y simple ¡y soberbia! cuando vio acercarse por occidente al Diablo enarbolando el tridente. Llegó este a su altura, e hincándolo en el vientre del arzobispo, al grito de ¡anem per endavant! lo arrojó, cual fardo nauseabundo e infecto, al abismo eterno. La caída se vio desde el norte, el sur, el este y el oeste. Ello se debió a que una llamarada de fuego eterno subió a hacerse cargo del despojo, envolviéndolo para sumirlo en lo más hondo del Infierno, donde yace desde entonces y para siempre con siete gruesas cadenas que rodean su cuerpo.