Fray Mateo pasa por la tienda de comestibles y pide una docena de huevos. Solicita a la tendera que los envuelva aparte, porque van a distintos destinatarios. A saber, y según el rango de cada uno: media docena para el prior del convento, un tercio de docena para el capellán y finalmente un cuarto de docena para el portero. Paga su docena de huevos y se despide piadosamente de la empleada. Lleva tres paquetes, cada uno en su respectivo papel de estraza.
De regreso al convento y como siempre detiene la marcha en un lentisco que se halla junto al camino, muy cerca del río. Allí dice un avemaría y “toma” un respiro. La docena, que hasta entonces fuera dispersa en tres lotes, pone en junto en la huevera conventual de alambre. Ya en casa, entrega el género en la cocina y da cuenta del dinero al ecónomo fray Junípero, sin que falte ni sobre un céntimo, ni medio huevo.
El caso fue que, llegando a la tienda otro día, supo que habían despedido a la empleada despachera, y que atendía la dueña del establecimiento. Fray Mateo no pidió entonces la docena en tres lotes, sino que solicitó la docena en junto. Ese día dijo el acostumbrado avemaría del lentisco, pero en aquella ocasión lo hizo sobre la marcha, sin detenerse a “echar” el suspiro. Pasó muy de largo.
En la madrugada del siguiente día, pidió al hermano portero que le abriera la puerta pequeña, que el Diablo no le permitía dormir e iba a hacer santa penitencia junto al río. En llegando al lentisco recogió las cáscaras de huevo que había en el suelo (una por día) y las arrojó al agua. Fueron éstas recibidas por la corriente, con gran regocijo de sus moradores, a quienes sirvió de sustento. Pasado un tiempo la despachera fue nuevamente recibida por la dueña, que al fin y al cabo era tía carnal suya. Fray Mateo, arrepentido, no solicitó nunca más la disoluta docena de huevos.
Sin embargo, y para eterna memoria del pueblo quedó el dicho: cuando el reloj del ayuntamiento da las once campanadas aún faltan dos horas para “la docena” del fraile.