Ayer quedé con una efemeróptera.
Puede que alguien piense que hablo de una mujer extranjera o perteneciente al sector sanitario. Nada más lejos en su significado. A nivel genérico, los efemerópteros, conocidos también como efímeros o cachipollas, son un orden de insectos acuáticos. Este orden también incluye las libélulas y los caballitos del diablo.
Pues bien, quedé ayer con una efemeróptera en el estanque del Retiro madrileño. Era una tarde radiante, típica de finales de primavera. Y lo nuestro fue una cita rápida, una relación fugaz, pues todo el mundo sabe que las hembras adultas viven apenas un día, lo suficiente como para realizar la última muda, aparearse y poner huevos. Pero fue imposible que ella completara su ciclo vital. Ni siquiera pudimos intimar, pues al ser sábado el estanque estaba a rebosar de gente, jóvenes con sus monopatines, abuelos echando migas de pan al agua y nenes dando por saco, y no hubiera quedado bonito hacerlo con tanto público. Así que hubo cita, pero improductiva. Apenas nos dio tiempo para dirigirnos una furtiva mirada, entablar una conversación en profundidad, conocernos más… No sé por qué razón abrí mi mano derecha, pero ella aprovechó la maniobra para acercarse volando y posarse con delicadeza. No le dio tiempo a más. Se me murió enseguida de un patatús y yo me quedé un rato como un gilipollas con la palma de mi mano hacia arriba sin saber qué hacer con el bicho muerto. Un señor se acercó y me dejó una moneda de cincuenta céntimos. Le di las gracias. Pensé que esa era su peculiar forma de darme el pésame. Luego reaccioné. Soplé para que el aire se llevara al insecto, cerré la mano, me guardé la moneda en el bolsillo y me fui de allí, resuelto a coger el tren de cercanías en Atocha.
Recuerdo que en la estación antigua hubo hasta hace poco una especie de invernadero donde instalaron un estanque tropical en el que se congregaban cientos —tal vez miles— de tortugas. Daba gusto verlas, con esos movimientos tan graciosos como torpes, amontonándose unas encima de otras. Algunas veces me quedaba embobado mucho tiempo mirándolas, incluso se me caía la baba. Me hubiera mezclado con ellas gustosamente. Lástima que se las llevaran. Echo de menos aquellos tiempos. También echo de menos a las tortugas. Dicen que algunas viven más de cien años.