Cuando se desató la pandemia del Covid-19 y se declaró el estado de alarma, lo primero que pensó María Posa fue lo rara que estaría la ciudad sin gente ni coches, solo con perros paseados por sus dueños. Era inimaginable, una de esas cosas que sólo suceden una vez en la vida y que no hay que perderse. No pudo resistir la tentación de verlo con sus propios ojos de mirona. Se puso la mascarilla quirúrgica y las gafas, cogió una bolsa para tener una excusa para romper el confinamiento si la paraba la policía, y salió.
En efecto, la ciudad soleada, primaveral y vacía era insólita, como recién creada. Las callejuelas del barrio antiguo, silenciosas, sin un alma salvo algún anciano casi furtivo con su perrillo; resultaban extrañas pero de ningún modo inquietantes. Reinaba una paz que multiplicaba los buenos ruidos cotidianos —una persiana, pájaros, los chorros del pilón del Hombre de Palo, normalmente inaudibles—. Una gaviota que nadaba en el éter pasó rozando su cabeza. Le recordó al águila que le había robado su bocadillo al llevárselo a la boca, sin hacerle el menor daño, en un viaje a Tanzania.
La salida por la calle de Templarios a la plaza de la Madre de Dios fue una especie de epifanía. Su magnífica mezcla de arquitecturas desde el gótico al barroco, su lamentable fuente, su suelo resbaladizo de salón, todo le pareció el decorado en cartón piedra preparado para la representación de una tragicomedia. Perdida en su éxtasis y sus reflexiones, no vio al coche de la policía local, discreta y estratégicamente aparcado en una esquina, hasta que el codo y la cabeza de uno de los agentes saliendo por la ventanilla, le dio un buen susto.
—Buenos días. ¿A dónde va usted, señora?
—Hola. Voy a la farmacia del otro lado de la plaza —respondió recordando que, según el decreto, se podía salir a por medicamentos. Sus propias palabras la tranquilizaron y dirigió una sonrisa traviesa al joven y agraciado guardia. El helicóptero de la policía, que hacía una ronda, pasó ruidoso sobre sus cabezas. El policía replicó:
—Hoy es domingo. No estará abierta.
—Está siempre abierta, agente, no cierra ni domingos ni festivos —era verdad, aquella farmacia, como un bazar chino o una frutería pakistaní, estaba siempre abierta, para felicidad de los vecinos del casco antiguo, y tenía un surtido fantástico de prótesis, cosméticos y gafas de sol. Allí se había comprado las de cristales color lila de estilo John Lennon que llevaba últimamente—. ¿Puedo acercarme?
—Vaya, usted, pero enseguida a casa. No se puede estar en la calle salvo paseando a un perro.
¡Y dale con el perro! Y eso que todavía no se habían desarrollado las estrategias de la picaresca del confinamiento. No tardarían en surgir mafias que los alquilarían a diez euros la hora, y cada día más, a paseantes compulsivos que necesitaban saltarse las reglas. Solo «sus» mascotas, decía la norma bien claro. Un hombre, un perro. Para no sentirse miserable mintiendo a la autoridad, pues María Posa era la viva estampa de la anarquista obediente, se dirigió a la farmacia del otro lado de la plaza, seguida por la mirada del guardia. El establecimiento se hallaba cerrado a cal y canto, salvo una ventanita protegida por una placa de metacrilato con aberturas estratégicas para pagar y recoger el producto. Compró un frasco de hidrogel desinfectante. Desde que estalló la pandemia, el alcohol de romero había sido sustituido por aquella gelatina que dejaba las manos pringosas y costaba seis veces más. La farmacéutica que la atendió aprovechó la ocasión para recomendarle un complejo rico en vitamina D, «muy bueno para el confinamiento, ahora que vamos a tomar poco el sol». Era caro, pero María se lo llevó.
A la vuelta, el coche de la policía permanecía en su sitio. Mariposa, como la llamaban sus amigos, comenzó a mariposear. Les mostró sonriendo la bolsa blanca con la cruz verde de la farmacia y el apuesto guardia no pudo por menos que hacer un signo afirmativo con la cabeza y sonreír a su vez. Debía ser nuevo en el cuerpo, pues normalmente se esforzaban por permanecer serios aunque amables. Ahora que tenía el salvoconducto de la bolsa blanca, dio un rodeo para contemplar una vez más la plaza vacía desde otro ángulo. Así, vista a pocos pasos del coche de la policía, parecía el plató de un musical, sobre todo por el extenso y pulido suelo, que en su momento ella misma criticó acerbamente en el periódico local con motivo del arreglo de la plaza, llamándolo «mosaico de lonchas de jamón de York». A su vez, ella recibió una andanada de críticas de diversas personas y colectivos. El artículo se llamaba: «Novedades en la plaza de la Madre de Dios de los Ahorcados y los Locos». A la derecha estética y religiosa no le gustó nada ni el titular —que, en definitiva, era completamente adecuado— ni el contenido. Ahora, con el paso del tiempo, aquella superficie había pasado de rosado jamón cocido a pura cecina amarronada, percudida y levantada en varios sitios, pero la soledad sonora de la mañana de muerte y desolación ponía en valor el conjunto hasta conferirle cierta dignidad. Lo mismo ocurría con la grotesca fuente de las Gracias.
La logia de los canónigos le recordó las pinturas metafísicas de Giorgio de Chirico. No cabía duda, la falta de gente favorecía la belleza. Estuvo a punto de pisar una paloma muerta; otras revoloteaban como pidiendo que niños y ancianos les echaran algo de comer, pero no había nadie. «Que se fastidien, pensó, pájaros piojosos». En las ruinas de Roma los gatos las cazaban al vuelo con saltos de dos metros, pero aquellas eran viles y rastreras, siempre pidiendo. Llegó a su casa feliz. Ahora había visto una ciudad, aquella ciudad grande y destartalada, nueva, vacía, solo habitada por pájaros y un par de perritos siete leches de jubilado, con sus correspondientes amos. Era pronto para que aparecieran los pijos con sus bellos animales de raza.
Al día siguiente, lunes, segundo día del confinamiento, se dirigió al Mercado Central en la franja horaria que le correspondía, con su bolsa de la compra y su mascarilla, adminículo por cierto nada confortable, cuyo vapor le empañaba los cristales violeta de las gafas. Para María Posa, atea, laicista e impía, pero no insensible a lo místico, el Mercado era una catedral profana, en la que percibía lo sagrado bajo la forma de los olores, la belleza de los alimentos frescos y sabiamente dispuestos como bodegones barrocos. No olía a especias como en los mercados orientales, sino sobre todo a carne cruda, a pescado fresco, a frutas de estación. Pero, ¡ay!, con las cautelas del estado de alarma casi todo aquello se perdía, en especial los aromas a causa de las mascarillas y el olor a desinfectante. El amoroso rumor que calmaba el espíritu había desaparecido por la disminución de los compradores que pegaban la hebra a la menor ocasión con los tenderos de los puestos, siempre simpáticos y dicharacheros. Todos estaban melancólicos e irritados. El Mercado parecía haber perdido parte de su alma.
Contagiada por la tristeza del ambiente, compró deprisa y sin recrearse en el placer de escoger, productos tropicales que no necesitaba ni sabía cómo usar. Vio huevos negros de oca noruega y pasó de largo del puesto. La Corrales llevaba una pantalla protectora de plástico desde la frente hasta la barbilla, anudada en la nuca como una diadema. Tenía los brazos cruzados y la cara enfurruñada porque no vendía gran cosa, pero sobre todo porque nadie se detenía a charlar con ella. Se saludaron vagamente.
Al salir sus cristales se empañaron a causa de la mascarilla. Tropezó en la acera con un hombre andrajoso, barbudo y tocado con un sombrero antiguo de ala ancha. Su rostro estaba lleno de bultos pálidos o purpúreos como en los retratos frutales de Arcimboldo. Olía a vinacho y a orines. Iba sin mascarilla ni perro, cojeando y arrastrando un carrito lleno de carne muerta y frutos podridos, y llevaba al brazo una cesta que contenía grandes huevos rotos de los que pugnaban por salir pollos raquíticos e implumes. Se reía y gritaba: «¡Viva el rey!»
El ente ofreció a Mariposa un tomate rosado enorme y podrido con una sonrisa idiota de dientes cariados. Ella aceleró el paso, jadeando bajo la mascarilla que empañaba sus ojos, para alejarse de aquel sujeto grotesco, que tenía el aspecto de ser una aparición o incluso algo peor.
Bajó las escaleras y se internó en la acogedora soledad de las calles de la ciudad desierta. Por primera vez en su vida percibía un aire limpio y de rara frescura, que ensanchaba sus pulmones.