Una mierda pinchada en un palo de selfie.
Dios te conoce y te llama por tu nombre, como el tipo es omnipresente y está en todos lados, en todas las épocas, ya se ha leído tu último libro, ha escuchado tu último disco, ha visto your last picture show o le ha señalado a las masas el camino a seguir y qué papeleta debe representar próximamente en su colegio electoral. Todo listo para que saques tu matraca a relucir, quedas bendecido: dale brillo al populacho, diamante loco.
El término es público y notorio, célebre y popular entre la masa. Las bestias modernas hablarán de ella, hablarán de ti, la harán omnipresente, ya sea antes de arrancar el ordenador en la oficina o previamente a desenvolver el bocata de mortadela que se zamparán junto a la hormigonera. Soñarán con rozar tus ropajes de ocasión, conseguir una firma garabateada con desgana, sellar tu boca con sus labios cortados.
Esclavo en la fábrica de los días eternos, enteras 24 horas a piñón fijo en la cadena de cualquier televisión. Pónganse cómodos: Fama sale ¡a bailar!, ¡marcará goles inolvidables!, ¡concursará a lo que quiera que sea, a lo que ordene el mejor postor!
Ha nacido otra estrella, presten atención al círculo concéntrico que iluminan los focos, dejen que les seduzca con sus encantos prefabricados, si por un solo momento se atreviese a desafinar le aplicaríamos el play-back de nuestro discurso, previo pago pregrabado… Fama, en su ovacionada sociedad de acólitos, vomitando a solas entre bambalinas.
¿Quién puede matar a un sueño? Le preguntaste a aquellas febriles taquicardias nocturnas que ya habían dejado de follar con las musas de la inspiración. Ahora que ya cambiaste tu talento por una simple onza de reconocimiento, ¿volverán las oscuras lentejuelas tus platos a llenar, sus bancos a atracar? Unos alcanzan la fama y otros esquilan tu insomnio.
Famélica Fama, impúdica dama, duerme entre tus brazos. Dolorosamente bella.