El ejemplar de Nebiros de mi gabinete es reciente (2016) y corresponde a su primera edición. Es una obra víctima de la mediocre y mezquina censura franquista, que la tildó de “moralidad grosera y repugnante”, prohibiendo su publicación en 1951. Felizmente, 65 años después (y a la sazón, exactamente 100 años después del nacimiento del autor) los admiradores de la obra de Cirlot podemos hacernos con este relato esencialmente oscuro.
Sobre Juan Eduardo Cirlot es imposible aquí trazar siquiera una aproximación. Poeta, compositor, crítico de arte, mitólogo, iconógrafo, coleccionista de espadas, miembro de Dau al Set, amigo epistolar de André Breton… En 2012 se pudo visitar la exposición La habitación imaginaria en Arts Santa Mònica, cuyo catálogo es una excelente vía de conocimiento de la obra y la personalidad del autor barcelonés, ambas absolutamente herméticas.
El original de Nebiros fue localizado en 2015 por Enrique Granell y la hija del autor, Victoria Cirlot, en el Archivo General de la Administración en Alcalá de Henares. Ella (catedrática de filología románica, especialista en cultura y literatura medieval, traductora de novelas artúricas de los siglos XII y XIII) es la autora del interesante epílogo que precede a la reproducción de aquellos pasajes que el censor había marcado con tinta roja, se supone que escandalizado con las reflexiones del protagonista de Nebiros, nombre de un demonio cuyos dominios corresponden a un pecado innombrable al que se alude en la Biblia y que el protagonista de la obra asocia a su atribulada vida interior.
Tanto el protagonista como la ciudad que pasea a lo largo de un atardecer hasta el alba, así como el resto de personajes, no tienen nombre, aunque la ciudad portuaria con unos bajos fondos próximos nos recuerda a Barcelona. En estas horas de paseos y reflexiones, el protagonista visita bares y burdeles sufriendo sus pensamientos, a veces alucinados, que transmiten una constante y torturadora desazón. Como bien apunta Javier Avilés, el acierto del escritor es utilizar un narrador omnisciente, ya que el protagonista jamás escribiría una palabra: “esos son los grandes méritos de la novela: la connivencia íntima entre personaje y narrador, y la transmisión al lector de la angustia existencial del personaje (¿del narrador?)”.
Con este ánimo crepuscular que emana de Nebiros, donde todo lo que debe morir está ya muerto, me planteo la misión de exhumar un poema de sus entrañas. Para ello tomaré la cifra 65, correspondiente a los años que el relato permaneció en la oscuridad. Y sumando, 6+5= 11. En consecuencia, de cada página múltiplo de 11, a partir de la número 22 (la primera donde aparece texto de Cirlot), hasta el final del volumen (22, 33, 44… 154), por orden, tomaré de su renglón decimoprimero el texto de un verso del poema, hasta componer el que sigue:
Su propia existencia
alzaba los brazos
por una de esas ventanas
del libro.
Deshacer aquel nudo
esforzarse
despertar gritando
ver
en la noche
la discontinuidad del mundo
con piedras burdas.
Nada.
Puras formas de humo y de luz.