¿Una novela de referencias y alusiones intelectuales,
por así decirlo, pero casi sin novela?
David Markson
David Markson mantuvo correspondencia con Malcom Lowry, y su tesis doctoral versó sobre Bajo el Volcán. También escribió novela de género con intención alimenticia, pero el libro que nos ocupa parece no tener género y es la primera parte de una extraña tetralogía, de un experimento formal que pone en duda, felizmente, el propio concepto de novela. La cita inicial lo resume perfectamente. Y la primera frase del presente texto, de hecho, es un homenaje a esa profusión de datos que aparecen constantemente en este libro donde se suceden citas y anécdotas sobre artistas y la historia del arte y la literatura. Sobre mujeres, suicidios, piernas amputadas y antisemitas. Y entre ese alud fragmentado de breves apuntes, conocemos a tres personajes (el narrador, el Protagonista y el Lector) que hilvanan un artefacto literario que nos atrapa sin saber exactamente por qué. Sabemos poco de la trama e intuimos que los tres personajes son uno solo, como una fotografía del propio acto de escribir donde el escritor se multiplica y, en ocasiones, ejerce de lector, pero también dota a sus personajes de su propio ser y de su memoria. Como afirma Javier Avilés, La soledad del lector «no es tanto una trama como la posibilidad de una trama”.
Y en ese proceso posibilista vamos conociendo datos, algunos curiosos y otros no exentos de humor. Como que Vivaldi fue enterrado en una fosa común; que Melville, tras publicar Moby Dick, tuvo que pedir prestado para seguir publicando; que Napoleón y Karl Marx tenían hemorroides. O que Rilke jamás leyó un periódico. Y, sobrevolándolo todo, la muerte como presencia y reflexión y amenaza. Es difícil explicar la experiencia de leer a Markson, quizás porque el lector siempre está solo. Pero es una experiencia apasionante. Quizás el autor esté poniendo en práctica aquello que apunta Josep Palacios: “No justifiques lo que hayas creado, ofrécelo: estructura el misterio, no lo desveles.”
El ejemplar de La soledad del lector de mi gabinete (con traducción de Laura Wittner) adolece de errores de impresión. Doce páginas en blanco. No he intentado conseguir un ejemplar correcto por esa extraña simpatía que siento por lo imperfecto (una de mis manías que, como los escepticismos o las dudas, crecen con la cronología). Y precisamente de la imperfección de mi libro surgirá el poema que exhumo. Debería iniciarse eligiendo un verso de la página 12, pero esa es una de las no impresas. La primera página correctamente impresa después de la decimosegunda es la catorce. De ella elegiré el primer verso y, de doce en doce, elegiré los siguientes (14, 26, 38, 50…) hasta llegar a la página 254, último número de la serie que coincide exactamente con la última del libro. El título será el de la propia obra de Markson.
La soledad del lector
El mundo es mi idea
cuando era lector
con una sola pierna.
Desde un puente
los poetas vagabundos
conmigo
saltando
hacia los pensamientos
de otra gente
esa tarde.
Una vez más
como si fuera un penoso deber
escribió:
Una vía muerta
el hombre cuyo intelecto
perdió una pierna
y sus enemigos
como un revólver prestado.
Más allá de las dunas
para siempre
el Lector.