Cuando se traba conocimiento con las obras de Jorge Luis Borges se experimenta igual sensación que cuando se ha adquirido una enfermedad.
Augusto Monterroso
Descubrí la obra de Borges a los diecisiete años con el libro Ficciones. Lo devoré con la alegría de quien halla un tesoro. Y debo decir que, tras cuatro décadas de innumerables lecturas, el tesoro sigue intacto cada vez que acudo de nuevo a revisitarlo. Ese ajado ejemplar sigue brillando en mi gabinete, acompañando al resto de la obra del argentino.
Desde que iniciara la serie de exhumaciones poéticas en este “Gabinete de labios periféricos”, decidí que si llegaba a la quincuagésima la dedicaría a este título que tanto ha significado para mí, del mismo modo que el poema debía desenterrarse de la narración Funes el memorioso. Una arbitrariedad, otra traba, que en este caso tiene que ver con la voluntad de confrontar mi memoria personal -difusa, precaria y desordenada- de todo lo vivido y todo lo leído, con la inquietante peculiaridad de Ireneo Funes.
De Funes el memorioso el propio Borges apunta, en el prólogo de las piezas agrupadas bajo el título Artificios, que es “una larga metáfora sobre el insomnio”. Pero también es un relato que nos explica el drama de la percepción total; esto es, de la capacidad de recordar todo lo que nos ha sucedido a lo largo de la vida (todo lo visto, oído, leído, dialogado) minuto a minuto, pero sin poder abstraer y, por tanto, anulando la capacidad de pensar. Si hubiésemos de hacer un diagnóstico del pobre Ireneo, lo describiríamos como aquejado de una de las múltiples formas que adopta el Síndrome de Savant. Describe Borges: “Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro”. Y es de la historia de Funes, quien me retrotrae a los primeros recuerdos indelebles de mi pasión literaria, de donde exhumaré el poema número cincuenta.
Dada la breve extensión del relato (once páginas y media), decido tomar de cada una de ellas dos versos, de manera intuitiva, eligiendo el primero de la mitad superior de la página y el segundo de la inferior. Titulo el poema como el extraordinario relato de Borges:
Funes el memorioso
Lo recuerdo
la voz pausada.
Zarathustra cimarrón
alentaba el viento del Sur
—cigarrillo en el duro rostro—
el cronométrico Funes.
La incómoda magia
desdichadamente fugaz.
Letra perfecta
la forma
sin encender la vela.
Irrecuperables ahora
muchas cosas que me dijo:
las memorias más antiguas y más triviales
todos los sueños
las aborrascadas crines de un potro
—todo lo postergable
no podía borrársele—.
Interminable,
balbuciente grandeza!
Solitario y lúcido espectador
toda la noche
monumental como el bronce
en su implacable memoria.