Eulalia es una mujer algo mayor, que no vieja. Es difícil calcular los años que lleva puestos.
Eulalia es alta, delgada, con el pelo cano, sus ojos vivos se mantienen ágiles, su mirada no es todavía líquida como la de los viejos; quizá nunca lo será. Su discreción lleva a no fijarse en su vestuario. ¿Clásico, recatado, simple, práctico, elegante en cierto modo? Resulta complejo calificarlo.
Es una mujer de otros tiempos. Corren los años finales de los sesenta, se acercan los setenta del siglo veinte. No parece que nada vaya a cambiar. Y eso qué importa, nada ¿no? ¿O quizá sí?
A Eulalia le gusta el trajín del mercado. De acá para allá, el carnicero, la pescadera, la pollería, los que venden marisco… Ella casi siempre compra mejillón y atiende bien cuando la chica lo elige antes de ponerlo en el plato de la balanza. Por supuesto que protesta si hay alguno abierto o roto.
—No, no, ese no Margarita.
—Perdone señora Eulalia. Enseguida se lo quito.
Como no debe llevar peso, aunque vaya al mercado cada vez que lo necesita, los de la frutería le traen la compra a casa. No, no, no la encarga por teléfono, va a la frutería, la elige personalmente, habla con la frutera, de esto, de aquello. Y ellos a la hora de cerrar se la llevan.
Eulalia goza del paseo por el mercado. Los vendedores y las vendedoras la conocen, es más, les gusta conversar con ella o intercambiar unas palabras.
Ha dado a luz a cuatro rorros, todos varones. Y le encanta decir, si alguien le pregunta al respecto:
—Ay chiquilla, mi marido no tenía tiempo de colgar sus pantalones en el perchero que yo me quedaba en cinta otra vez. ¡Qué hombre, chica!
Y lo dice orgullosa con una elegancia para decir que se sentía más que atendida. Ninguna queja; más bien nostalgia porque su marido hace pocos años que ha fallecido.
Eulalia es muy entregada, siempre está al quite de los demás: su hermana, que ha vivido siempre con ella, sus hijos, sus nietos… y pena cuando no los ve con frecuencia.
Es una mujer amable que de vez en cuando te puede invitar a café, en su casa, claro; nunca se la ha visto en bar ninguno. Cuando lo hace, añade galletas francesas deliciosas que saca de una caja metálica. Uno se pregunta de dónde las saca. Y cuando te invita lo hace de una manera singular.
Si le preguntas:
—¿Y eso? ¿Qué celebramos hoy?
Rauda, responde:
—San Apapucio, reina, San Apapucio.
Es como decir ¿tenemos que tener algo especial que celebrar para compartir un café? La primera vez uno se sorprende, pero luego celebrar San Apapucio se convierte en costumbre.
Eulalia, en realidad está demasiado sola y por eso busca el contacto con algunos vecinos, sobre todo vecinas. Un modo cualquiera para ensanchar su mundo.
Ahora que ya no tiene que ocuparse del marido ni de los hijos no ha cambiado su rutina. Su hermana, algo limitada intelectualmente, trabaja en una fábrica de perfumes. Eulalia se ocupa de ella como ha hecho toda su vida; a día de hoy lo sigue haciendo y probablemente lo hará hasta el último día de su vida, el de Eulalia o el de la hermana, que es menor. Suena a promesa a los padres en el lecho de muerte.
Eulalia respeta, es respetada, … A su edad luce bien, es discreta y nadie le toma el pelo. Toda una mujer.
Quizá precisamente por eso un hombre ya maduro se hace el encontradizo con ella. Eulalia hace como aquel que no se da cuenta, aunque en realidad reconoce que le place. Evidentemente lo esconde, solo faltaría. Pero al final se deja cortejar.
Procura que su hermana no se dé cuenta ni se entere.
Eulalia se pregunta si Fabio, así se llama el pretendiente, será tan eficaz como su marido. Lo desea. ¿Llegará el momento de comprobarlo?, se pregunta más de una vez. Además, ella es viuda y nadie puede reprocharle nada. No incurrirá en ninguna falta contra la moral establecida.
¡Ah, los barrios, en los barrios todo se sabe! Alguien le cuenta a Felicia, su hermana, que Lali, así la llama la hermana, tiene novio. Felicia primero no se lo cree; lo niega a cualquiera que se lo dice, incluso se enfada, saca la retahíla de pecados que esto supone y que su hermana no cometería nunca, pero…
La vida está llena de casualidades y un día al volver de la fábrica un poco antes de lo habitual, los ve besándose en la esquina que da al parque entrelazados como dos veinteañeros.
En casa le arma la de san Quintín. Eulalia sabe que es inútil discutir con ella; Felicia nunca alcanzará a flexibilizar su moral, la que le enseñaron. Es de pensamiento único y la pobre no tiene más luces.
Eulalia acaba siendo la amante de Fabio y Fabio el amante de Eulalia. Y sí, llega ese día que desea, que ha deseado tanto durante el cortejo. Al fin puede comprobar que Fabio también sabe dejarla satisfecha, y sin temor a otra crecida de panza.
Ellos son ahora quienes celebran, cuando les apetece, San Apapucio.
Se acabaron las galletas francesas.